Hace un par de días desperté con el titular de que las excavaciones que habían estado haciendo a unos metros de mi casa habían dado como resultado el descubrimiento de una de las mayores factorías de salazón del Mediterráneo. La noticia me emocionó de manera desorbitada. Llamé a mi madre, a mis amigos, publiqué a los cuatro vientos que aquel terreno que había permanecido años baldío finalmente había resultado ser un pedazo indispensable de Historia. No me di cuenta, hasta que mi pareja me lo advirtió, de que me estaba tomando el tema de forma muy personal, como si la parcela de tierra fuera una extensión de mi cuerpo, un tercer brazo o un segundo corazón. Mi balcón da directamente a ese lugar. Antes de vivir aquí con mi hijo, lo hice con mi abuela. Desde mi hogar pude ver, en el transcurso de veinte años, su transición de aparcamiento de coches a lugar sumido en el más terrible abandono. Durante un tiempo fue el refugio de unos vagabundos, más tarde un grupo de personas lo empezó a usar para esconder sospechosas maletas, aprovechando la maleza que había crecido por sus muros. Incluso llegó a usarse como vestidor improvisado de un señor que mañana y noche entraba a través de un agujero de la verja. Alrededor de esa parcela que ahora se sabe mina de oro el tiempo pasaba, se construían edificios, pero allí dentro todo permanecía vacío y congelado en el tiempo. Siempre pensé que la razón era falta de interés, que el lugar no era idóneo para la construcción. Fue esa mañana, en la que leí la noticia, cuando comprendí que su estado de parálisis se había debido a lo contrario, a la certeza de que el subsuelo contenía algo realmente especial, algo que impedía que nada pudiera erigirse encima. Fue también entonces cuando entendí que la parálisis puede tener su origen en dos razones diametralmente opuestas: la total inutilidad o un potencial que aterra descubrir. Algo que no sólo se aplica a las cosas, sino a las personas. Algo que podía aplicarse a una mujer que durante décadas había estado observando a través de las rejas del mismo balcón sin ser descubierta, en un extraño estado de entumecimiento existencial, temiendo saber si esa fijación por permanecer en el mismo sitio se debía a la incapacidad de moverse o al miedo a llegar tan lejos que sería imposible encontrar el camino de vuelta. "Sí", contesté a mi pareja cuando me dijo que me había tomado el descubrimiento de la factoría romana de manera muy personal, "no sé por qué". Luego, tras acostar a mi hijo, en la quietud de la noche, volví al balcón y me senté a mirar ese terreno una vez más. Ese lugar que había pasado de la oscuridad a la luz más absoluta. Ese lugar que, de alguna manera, era una parte intrínseca a mí. Una que finalmente había encontrado la respuesta.

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