Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Contaba el neurólogo Oliver Sacks el extraño comportamiento que, ante la emisión por televisión de un discurso del presidente de los EE. UU., observó en el pabellón de afásicos del hospital donde trabajaba. Aunque la pretensión del mandatario era la de conmover a sus conciudadanos apelando a sus sentimientos patrióticos, la mayoría de los pacientes se reían a carcajadas, parecían estar divirtiéndose muchísimo. ¿Qué podían estar pensando los enfermos? ¿no le entenderían? o quizá ¿le entendían demasiado bien?
Sin afectar a la inteligencia, la afasia, en su forma grave, incapacita a los que la padecen para entender las palabras en cuanto a tales. No obstante, son capaces de interpretar la mayor parte de lo que se les dice. La clave de la capacidad de comprender de los afásicos estriba en que el habla natural no consiste solo en palabras, estas no son más que una parte de la expresión. El lenguaje hablado suele estar impregnado del “tono”, engastado en una expresividad que excede lo verbal y es, precisamente, la facultad de apreciar ese matiz tan profundo, tan diverso y tan sutil, la que se mantiene intacta en la afasia. Intacta y lo que es más… ¡inexplicablemente potenciada!
La sensación que tienen quienes trabajan con afásicos es que no se les puede mentir. El afásico no es capaz de entender palabras y, por eso, no se les puede engañar con ellas. Ahora bien, lo que captan con una precisión infalible es lo que acompaña al discurso: gestos, entonaciones e inflexiones que son involuntarios, espontáneos y mucho más difíciles de deformar y falsear que las palabras.
“Se puede mentir con la boca –escribió Nietzsche– pero la expresión que acompaña a las palabras dice la verdad”. Eran las muecas, los gestos, las cadencias y los tonos de la voz lo que sonaba engañoso a aquellos pacientes del doctor Sacks. Reaccionaban ante aquellas incongruencias tan notorias como grotescas porque no podían embaucarlos las palabras. Por eso se reían tanto del discurso del presidente Reagan. Para gozo de los políticos, las lesiones cerebrales que provocan afasia son raras y, por tanto, son escasas las posibilidades de que alguien se ría a mandíbula batiente de sus engaños. Lo mejor entonces es seguir el consejo del profesor Ramsay: “Vote al hombre que prometa menos. Será el que menos le decepcione”.
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