Un día cualquiera

08 de noviembre 2025 - 03:05

El otro día pisé las primeras hojas del otoño, que, aunque muertas, son hojas remozadas, prestas a estrenar las huellas de los devaneos. Este año han tardado más en caer, me dije, o tal vez he estado yo más despistado. Me gustan estas hojas que tatúo con las suelas de mis zapatos y que son nuevas, sí, pero que a mí me parece que tantas veces he hollado con otros zapatos.

Mi calle está en obras y por ella hay que andar como se anda por cualquier calle en obras: cagándote en todo. La rumana gorda no puede sentarse en su banquito, pero lo ha cambiado por otro en una perpendicular. Sigue igual de contenta, igual de educada. A las diez da los buenos días y a las cinco, las buenas tardes. Ignoro lo que hace por las noches como ignoro lo que viene después de la muerte. Su voz suena como una corneta, no es agradable, pero das unos pasos y entona una aria de soprano en rumano que a uno le parece incompatible con esos “buenos días” nasal. La buena mujer es una Callas de banquito madrileño.

Respiro y también por vez primera se me comienzan a enfriar los pulmones. Le digo a Olimpia que con la bajada de temperaturas me vuelven las ganas de fumar. Yo estoy bien, como el presidente, y el verano lo superé sin probar un cigarro, pero tengo que hacer frente a otras estaciones y a otros recuerdos, y comprender que en los inviernos que me quedan nunca más volveré a preguntarme dónde termina el humo y comienza el vaho. El suelo está húmedo. Parece que anoche llovió. Celebro esta época porque no me sudan las manos. Qué vergüenza. Las de Olimpia son tan frías que a veces pienso que nuestras manos son una metáfora del equilibrio de nuestro amor. Ella me la reclama y yo se la cojo y la introduzco junto a la mía en el bolsillo de mi abrigo. Sé que le encanta. No sabe cuánto me sana a mí.

El parque de Berlín es un lugar lleno de risas y ladridos. Hay niños comestibles y perros abrazables. A Olimpia le gusta porque los padres son jóvenes y las madres son guapas. Yo la observo y pienso en lo indicado que es para ella, y me observo a mí y me digo que entonces algo tendré. Hay una mesa libre. Pido una cerveza. Ella consulta la hora. Es tarde para un café, pero tal vez pronto para una cerveza. Me mira como abroncándome, pero bromea. Pide un vermut. Esta tarde lloverá, dice. Hay que recoger la ropa, continúa. Un rayo de sol extemporáneo le convierte los cabellos en cascadas de oro mientras me pide que no me fíe. Ella coge el móvil para enseñármelo. Yo solo pienso en todas las hojas que nos quedan por pisar juntos.

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