El derecho a la destrucción del derecho

12 de noviembre 2025 - 03:07

Resulta cuando menos paradójico comprobar cómo la maquinaria democrática, fruto de siglos de lucha, de avances institucionales y de conquistas sociales, se convierte en instrumento de quienes no creen en ella. No deja de asombrarme que, amparándose en la libertad de expresión, algunos pretendan erosionar los mismos principios que la hacen posible. Es un fenómeno inquietante, porque la democracia, generosa por naturaleza, tolera incluso a quienes conspiran contra ella, y lo hace en nombre de un ideal que trasciende la conveniencia: la convicción de que la pluralidad y el disenso son signos de salud política.

Pero esa apertura tiene límites racionales. No se puede confundir la libertad con la licencia para demoler las bases del pacto común. Quien utiliza los cauces democráticos para propagar doctrinas autoritarias incurre en una contradicción moral y jurídica: exige derechos que jamás concedería, invoca garantías que, en su modelo, serían suprimidas. Se sirve del sistema como un parásito que habita el cuerpo del que se alimenta, debilitándolo en cada intento de destruirlo desde dentro.

La historia enseña que los regímenes totalitarios no nacen de la noche a la mañana; germinan en el terreno abonado por la indiferencia, por la complacencia ante los discursos que trivializan el autoritarismo bajo el disfraz del hartazgo o del populismo redentor. Lo sorprendente —y lo trágico— es la ingenuidad con que muchos aceptan ese juego, creyendo que la democracia puede sobrevivir indemne al abuso de su propia tolerancia.

No se trata de restringir la libertad, sino de comprender que ésta exige responsabilidad.

La democracia no puede ser neutral frente a quienes la niegan, porque su supervivencia depende de la defensa activa de sus valores. Protegerla no es un gesto ideológico, sino un deber jurídico y ético: el de preservar el espacio donde la palabra puede seguir siendo libre, incluso frente a los que la usarían para silenciarla.

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