¿Cuándo dejamos de correr?

30 de noviembre 2024 - 03:07

Hay dos niñas italianas de posguerra en un barrio napolitano sobre el que hasta hacía poco gobernaba el fascismo, pero con una austeridad y unos edificios con acentos que invitan a pensar que por allí han pasado la hoz y el martillo. Hay dos niñas, digo, una morena y otra rubia, que a cualquier lugar van corriendo. Viéndolas, uno se pregunta si acaso no comenzamos a hacernos mayores cuando dejamos de correr. De un gateo cada vez más revolucionado pasa el bebé gordote a la lucha por mantener sobre dos piernas un equilibrio que solo consigue acelerando. No hay sosiego ni ligereza en sus pasos, sino atropello y frenesí, porque la quietud estropearía su objetivo, que es llegar a unos brazos seguros sin ese tropiezo que pone los pelos como escarpias al testigo de la hazaña.

La amiga estupenda retrata la evolución de una amistad, la de estas dos niñas, a lo largo de los años. No hay excesivas estridencias ni exageraciones sangrantes en el relato, sino la verdad de una vida que avanza y demuestra que el tiempo y el albur son excusas que ponemos para no aceptar que a quien antes creímos verdaderamente importante, en realidad, no lo fue tanto. De grandes amistades están llenos los limbos en los que caen los vínculos que pensábamos que sobrevivirían a la apatía.

Se producen en la serie cambios de actrices que muestran al espectador el paso inexorable de los días, pero que estas niñas ya no eran niñas no lo descubrí cuando se modifica el reparto, sino cuando dejan de correr. Llevo 12 años en Madrid y fue en el andén de la estación de tren de Algeciras donde, por ejemplo, comencé a ser consciente de que mi hermano estaba creciendo: sus enormes zancadas nerviosas por el reencuentro fueron convirtiéndose con el tiempo en pasos tranquilos y acabaron deviniendo en ausencias.

Hay algo de paradójico pero ejemplar en ver correr a un niño: tiene su reloj cuerda para rato y aun así solo parecen creer en la fugacidad del momento. Es como si la vida acabase para él en ese instante en el que su madre y la de su amigo les dicen que es hora de irse a casa, así que corren y corren hasta la extenuación, hasta exprimirse el uno al otro. Tanta obsesión tenemos los mayores con instruir a los niños que ignoramos que muchas de las lecciones nos las dan ellos. La primera, que hemos perdido la noción lúdica de la carrera para pasar a relacionarla con el estrés. La segunda, que basta con mirarlos para comprender que nos hemos vuelto aburridos porque jamás nos atreveremos a volver a correr como ellos lo hacen. La tercera, y más dura, que la nuestra es una infancia ya perdida y que tal vez tuvimos que seguir corriendo un poco más.

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