Cuando hace unos años, ya con Fidel enfermo, pasé unas semanas en Cuba, no pude más que acordarme, al ver la situación de los cubanos, de este dicho que mi abuela utilizaba, para describir esos momentos de duda en que las cosas se estancan. Siempre me llamó la atención porque describe muy bien la contradicción del hombre: hasta en sus momentos más trascendentes, las vísceras le recuerdan su naturaleza terrenal. Bueno, pues ya se murió padre y piensan que se producirá un cambio inmediato en la isla.

Las salidas de las dictaduras suelen ser traumáticas, por eso la transición española a la democracia se calificó como milagrosa. Es comúnmente aceptado que la presencia de una gran clase media en nuestro país, nada proclive al aventurerismo político, frenó las ansias violentas de los extremistas. Si quieren ponerle a esto, banda sonora, vuelvan a escuchar el Libertad sin ira de Jarcha y lo recordarán nítidamente. No es el caso de Cuba. Allí solo coexisten dos clases sociales, los guardianes de la revolución castrista y el pueblo llano. Entre ambas la distancia es abismal. Como pasó en las postrimerías del franquismo, la única ideología que permanece es la del desencanto.

La circunstancia de viajar en un coche de matrícula diplomática, me posibilitó moverme por la isla, con libertad. En la hermosa ciudad de Trinidad, un domingo por la mañana, me acerqué a un mitin político que se celebraba en la plaza principal. Como orador invitado estaba Alberto Juantorena, campeón olímpico en los Juegos de Montreal, en 400 y 800 metros. Tras media hora de escuchar, allí sentado bajo un sol inclemente, los discursos, el soniquete me recordaba algo conocido. De repente me vinieron a la memoria las clases de Formación del Espíritu Nacional que recibí en el bachillerato. El mismo tono cansino, del que no cree en nada de lo que trata de enseñar. El problema son los jóvenes sentados en el malecón, esperando únicamente que la solución venga de allí enfrente.

Hay un poema profético de Alberti, uno de los más bellos que conozco, titulado Cuba dentro de un piano, en que describe con perfume de guajira, las sensaciones españolas por la pérdida de la Perla de las Antillas. En los últimos versos se lamenta: "Pero después, ¡ah! después, fue cuando al sí lo hicieron yes".

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