Ad Hoc

Manuel Sánchez Ledesma

las bondades de la muerte

09 de marzo 2014 - 01:00

EL 27 de mayo de 1610 tuvo lugar en París la ejecución de François Ravaillac, un fanático católico que asesinó al rey francés (de origen navarro) Enrique IV. El monarca, protestante calvinista, había alcanzado la corona cambiando de confesión ("París bien vale una misa") y, a lo que parece, François desconfiado de la sinceridad de tan súbita conversión optó por eliminarlo de dos puñaladas. El ajusticiamiento comenzó con la introducción de la mano asesina en un recipiente de azufre fundido, acto seguido se le desgarró la carne con unas tenazas al rojo vivo y se vertió en las heridas una mezcla ardiente de cera, plomo y azufre y, para finalizar el cuerpo del regicida fue desmembrado. Cuentan las crónicas que algunos espectadores se acercaron al cuerpo troceado de Ravaillac y que, fascinados por su entereza ante la tortura, introdujeron pedazos de su anatomía entre dos panecillos (¿un presagio de las hamburguesas?) y se lo comieron. Un siglo más tarde y en la misma ciudad, los parisinos se almorzaron a Jean Baptiste Grenouille el desdichado protagonista de la novela El perfume que, llevando al límite su extraordinaria habilidad para sintetizar fragancias, elaboró una esencia tan embriagadora que fue capaz -cuando la probó sobre sí mismo- de convertir en literal la adulatoria frase hecha de: "está para comérselo".

Sin llegar a las repulsivas veleidades antropofágicas de los gabachos, es bastante habitual que el ineludible trance de morirse lleve aparejado, como pequeña compensación al infortunio de tener que dejar este mundo, un repentino y extraordinario aumento de la estima y consideración que por el difunto sienten sus amigos, vecinos y conocidos. Aunque sólo sea porque, en cierta manera, es un alivio comprobar que es otro el que ha recogido el ticket para la barca de Caronte, la indulgencia para con el fallecido suele ser tan espontánea como unánime y así en los velatorios el muerto que ha sido un vago y jamás ha dado un palo al agua se transforma en un bohemio; el amante de juergas y saraos pasa a ser un experto en relaciones sociales; el más consumado borracho no fue otra cosa sino un estudioso de los vinos e incluso con aquel que ha pasado por la vida sin pena ni gloria se tiene un detalle: "qué buena gente era". En general es estando de córpore insepulto cuando más elogios se reciben y hasta tal punto se llega a exagerar que un sacerdote, crecido en la homilía de un funeral, además de situar al difunto en el cielo junto a Cristo, ensalzó tanto sus virtudes: amantísimo esposo, excelso padre, trabajador incansable, honrado a carta cabal… que la viuda le dijo al hijo que estaba a su lado: Ve y levanta la tapa del ataúd porque seguro que nos hemos equivocado de entierro. ¡Ese no puede ser tu padre!

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