Andar y contar
Alejandro Tobalina
Sentido común
El edificio que se encuentra frente al ambulatorio del barrio está custodiado por un portero clavadito a Puigdemont, pero con bigote, lo que lo hace más gracioso, pues en mi mente pongo a bailar las elucubraciones y a idear escenarios kafkianos en los que el expresident, como Carrillo, se ha venido camuflado a este Madrid opresor y ha cambiado la papeleta en la urna ilegal por la carta en el buzón del pelma del cuarto derecha. El tipo fuma con gozo y me lo veo durante esos descansos de portero que son varios y que cotizan, bajarse el cigarro en tres caladas mientras mira al personal como si viniera de manifestarse en Colón. Fuma además de una manera atávica, como yo solo he visto hacerlo a mi abuela, con esa costumbre y esa confianza que les permite aguantar la ceniza pegada al piti hasta el final.
Al lado del ambulatorio está el Mercado de Chamartín, que en realidad tiene aspiraciones de Four Seasons. El de la pollería te tiene a demanda un pollo ecológico de un día para otro, te lo cuartea en las narices y te lo vende a precio de hipoteca con Caixabank. Uno se va a casa con el caponazo mutilado y envuelto en papeles y preguntándose si, en lugar de comerlo, no conviene más revivirlo para crear una granja de caponazos sujetos a tipos de interés. En la puerta del mercado un grupo de septuagenarias te reparten de cuando en cuando unos folletitos del PP con las caras de Feijóo y Ayuso. A una que me lo da le digo que aún no son las elecciones, mujer, y ella me pregunta si acaso yo solo celebro el amor en San Valentín.
El ambulatorio es un lugar donde a uno le brota la vocación homicida. El hilo musical es un teléfono sonando que parece no interpelar nunca a ninguno de sus trabajadores. Una señora grita y me asusto: “¡¿Cómo que hasta julio?! ¡Que tengo 90 años! ¡En julio seguramente estaré muerta!”. Me hace gracia que se rebele más ante los tiempos de la sanidad que ante la inminencia de la muerte. En la sala de espera, la médico llama a Luis y le dice: “A ver qué te pasa ahora”. Pienso en este barrio, con su Puigdemont de escoba y recogedor, sus señoras peperas de amor incondicional, su nonagenaria resignada pero contestona y su hipocondríaco Luis, y me digo que estamos perdiendo la chaveta cuando hay gente capaz de manifestarse porque han condenado a un fiscal general, pero asiste impasible a que Javier, el pollero a tipo fijo, ha cerrado el puesto y ya nada volverá a ser igual.
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