El auge de la vulgaridad

07 de diciembre 2025 - 03:09

Apoco que uno observe la sociedad actual, pronto caerá en la cuenta de que la vulgaridad (o sus allegadas: la zafiedad, la grosería y la ordinariez) han dejado de ser un fenómeno esporádico para convertirse en moneda de uso corriente entre la gente. La televisión basura, los medios digitales y hasta la actividad política han normalizado el escándalo, la descortesía y la tosquedad como la mejor –y más rápida– manera de llamar la atención. Lo que antes se consideraba de mala educación o de mal gusto es ahora objeto de interés porque la provocación y el alboroto tienen más valor (mediático) que la reflexión sosegada.

La televisión, en aras de la audiencia, transforma la zafiedad en entretenimiento. Las redes sociales se nutren de gestos chabacanos que engrosan el número de seguidores de los influencers y los políticos sustentan antes sus éxitos en los insultos que en las propuestas. En un tiempo en que se prioriza lo inmediato y lo impactante, tienen muy poco futuro el análisis profundo o el pensamiento crítico. Lo vulgar se vende como una actitud transgresora que autentifica lo que se defiende soslayando con su chabacanería la necesidad de verificación. Lo zarrapastroso desplaza a lo elegante, el grito sustituye al razonamiento y lo cutre triunfa sobre lo espléndido. Quizá fuese al principio una espontaneidad no educada que se oponía a los cánones establecidos en forma de contracultura.

Los hippies, los punkies, las bandas underground cultivaron una identidad alternativa de desinhibición, simplificación y anarquía que acabó expandiéndose hasta convertirse en el estado general de la cultura que se ha ido banalizando gracias a que el entretenimiento, la trivialidad y los intereses comerciales prevalecen sobre las consideraciones críticas o estéticas. La vulgaridad ofrece recompensa rápida y asegura reconocimiento seguro y por eso los políticos (renegando de Aristóteles que entendía la política como la ciencia o arte más elevado porque se ocupa del bien común) hacen del improperio la más eficaz de las herramientas políticas, transforman en dogmas sus soflamas y justifican su pobreza intelectual con un vergonzante populismo. Como en las barras de bar, en el parlamento para trascender hay que recurrir a la bronca.

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