21años. Hacía ya seis que había emprendido su viaje hacia España por consejo e insistencia de un vecino que estaba afincado en Andalucía. Vino tan solo con un pasaporte, ganas de buscar un lugar en el que vivir para trabajar rápidamente y enviar dinero a su familia. Más que a la familia, a su madre, auténtico motor afectivo de su existencia. La travesía fue complicada, pero llegó bien. Fue recibido por voluntarios y por la Guardia Civil. Solo con verlo supieron que era menor. Como ordena el protocolo, ingresó en un centro de protección de menores en la provincia de Cádiz.

El tiempo que permaneció ingresado en el centro, casi tres años, transcurrió sin grandes novedades, aunque con algunos logros: aprendió a leer y a escribir en español, hizo un curso de cocina, otro de camarero, uno más de jardinería. Tuvo un comportamiento excelente, hasta que le anunciaron: "Dentro de un mes cumples dieciocho, debes abandonar este centro". Preguntó: ¿dónde voy? La respuesta fue taxativa: "A la calle, a buscarte la vida. Nosotros no tenemos pisos de mayoría".

Fue en ese momento en el que cambió su actitud. Se inició en la cerveza y en las pastillas con un grupo de jóvenes de su centro y de otros. Dejó de asearse, de cumplir los horarios, de aceptar las órdenes de sus educadores. Las llamadas a su madre, tan frecuentes, dejaron de producirse. Ella estaba preocupada. Intentó ponerse en contacto con la dirección del centro, pero no hubo manera. Envió a otro hijo que estaba en Madrid para que se interesara por su hermano. Éste tardó varios meses en llegar.

Mientras tanto, abandonó el centro, vivió en la calle. Una persona solidaria lo llevó a su casa en la que estaban otros chicos, pero el mal ya estaba dentro de él. No sé cómo, sí sé que, a los seis meses de vivir en la calle, era otra persona. El consumo de drogas, más su ansiedad por no encontrar un trabajo para ayudar a su madre, más el desarraigo, lo convirtieron en un paciente dual: consumo de sustancias tóxicas y enfermedad mental.

La persona solidaria pidió ayuda médica, apenas lo escucharon, para los que le atendieron era "un toxicómano", "que deje de drogarse". Estas actitudes incomprensibles en profesionales de centros de atención hospitalaria dejan mucho que desear. Parece que los problemas de salud mental solo son reconocibles si llegas con un cuchillo intentando matar al médico o a la enfermera.

En su estado, era cada vez más difícil ayudarle. Tuvo que abandonar el piso con gran dolor por parte de la persona acogedora. Otra vez en la calle, con una salud mental cada día más deteriorada. Hubo momentos en los que era consciente de su situación, llegó al hospital de Jerez él solo. No lo atendieron. De nuevo el aspecto de consumidor de drogas no dejó ver su tragedia.

Se trasladó a Sevilla buscando a unos amigos de su pueblo a los que encontró. Ellos hicieron cuánto pudieron, pero él se negó a volver a un hospital para "ver a gente a las que le doy asco". Se alejó de sus amigos, nuevamente a vagabundear por la ciudad. Fue, en un momento de lucidez, a pedir ayuda al Hospital de Valme, tampoco lo atendieron. Inició la que sería su última ruta, saliendo de Sevilla, dando tumbos por una autovía plagada de coches. Parecía que deseaba morir. Atravesaba las carreteras como un poseído. En una de sus de sus idas y venidas, un coche lo mató. Tenía 21 años.

"Un joven murió al ser atropellado por un vehículo…"

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