Mi amigo Juan sobrevivió a la guerra, al hambre de los años cuarenta, a la dictadura y a la crisis del petróleo del 73. En la escuela aprendió apenas a leer y escribir, más las cuatro reglas. No hubo tiempo para más. Aprendió varios oficios, desde cabrero a panadero y, pensando en el futuro, se hizo camarero en el Hotel Reina Cristina de Algeciras, el que dicen fue la gran escuela práctica de la hostelería del sur, de donde salieron enormes profesionales que llevaron el nombre de la ciudad por los mejores hoteles del país. Pero allí, al igual que se aprendía bien el oficio, se pagaba miserablemente a los empleados, de modo que hubo que hacer las maletas y probar suerte en el extranjero. ¡Qué gente tan valiente, con aquellas distancias, sin saber el idioma y dejando a la familia atrás! A pesar de las mentiras interesadas de algunos, ni la mitad de los dos millones de emigrantes que por entonces salieron hacia Suiza, Francia, Alemania, Reino Unido, Países Bajos y Bélgica, principalmente, lo hicieron con contrato de trabajo pactado. La enorme demanda de trabajadores de un Mercado Común floreciente permitía su llegada con pasaporte de turista para realizar los trabajos más duros e insalubres, como siempre y en todas partes. La falta de cualificación profesional suponía percibir menores salarios, enviados a España para sostener a sus familias. Eran las divisas con las que el Estado franquista pagaba las importaciones de hidrocarburos y bienes de equipo que permitieron, junto al turismo, el despegue económico de un país al que habían arruinado la guerra y la ocurrencia del Generalísimo de la autarquía.

Mi amigo Juan ayudó a que Francia se convirtiese en una gran potencia económica, mientras compaginaba turnos en la fábrica con los de su esposa, de manera que pudiesen atender a sus hijas, francesas por necesidad. Y aprendió a cocinar, porque las circunstancias lo exigieron. Y a peinar trenzas a las chiquillas, que soñaban con veranos en la tierra de sus padres, donde no se comían croissants, los niños comían pipas y se recogían tarde por mor del cine de verano. Un sitio en el que se disfrutaba con unas costumbres andaluzas muy extrañas y divertidas. Y nunca nevaba.

Mi amigo Juan pudo volver con su familia, aún joven, para seguir trabajando duro y, a ratos, paladear la vida. Con él reabrí La Trocha en los noventa, cerrada en el acceso al Puerto del Viento, aunque eso parece que tiene muchos padres. Ahora tiene 88 otoños y ya no sube a la sierra, pero yo se la grabo y la seguimos disfrutando juntos.

Quizás Vd. tenga un amigo Juan al que hace tiempo que no visita, que seguramente quiera contarle las andanzas de los viejos tiempos. Puede ser este el momento de echar un vino juntos… o un bitter Kas.

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