La esquina
José Aguilar
Ya no cuela el relato de Pedro
En esto de desbloquear recuerdos, las redes ayudan. Hace unos días, mientras navegaba por ese mar de improperios, vanidades, publicidad indeseada, frases motivadoras e imágenes de felicidad que es el cara de libro, apareció ante mí una foto de los tendidos de “volaores” de mi pueblo. También los veo cada verano, formando parte del paisaje de mis vacaciones preferidas en los puestecillos del Paseo Marítimo de Levante y en las azoteas o las fachadas, colgando por sus colas amarradas bajo el sol canicular; pero verlos ahora, cuando estoy lejos, cuando las temperaturas anuncian la llegada inminente del descanso, de la vuelta a las raíces, del reencuentro con las vivencias de la infancia y el pasado, ha desbloqueado en mi cabeza un caudal incontenible de recuerdos.
En los meses más calurosos, los “exocétidos” o peces voladores cruzan el estrecho de Gibraltar siguiendo una senda invisible e inmemorial. La costumbre de pescarlos, limpiarlos, salarlos y secarlos al sol debe de ser, probablemente, tan antigua como el poblamiento de estas tierras excepcionales por las que quizás saltaron los hombres de África a Europa y en las que buscaron y encontraron refugio neandertales y sapiens. Algo tan sencillo, ese pescado que se seca al sol de dos en dos, entronca con todo ese mundo de salazones, ahumados y secados que, desde muy antiguo, nos explica la necesidad del ser humano de alimentarse y de garantizar la conservación para el futuro de sus alimentos. Algo tan sencillo ha supuesto, durante siglos, un ingreso esencial o complementario para muchas familias vulnerables. En La Línea de la Concepción, la imagen de la señora que, en su silla de playa y bajo la sombrilla, vende volaores junto al mar es una reminiscencia impagable de lo humano, una inigualable seña de identidad etnológica y paisajística y un pozo de emociones que, al fin, se desparrama.
Mi padre adoraba los volaores y siempre que salía a pasear por la Atunara volvía con dos –o cuatro– para colgarlos en una alcayata en la cocina haciendo que la imagen de los tendederos y la venta ambulante se prolongara hasta nuestra casa. Cuando ya no podía salir a pasear, yo se los compraba y disfrutaba de su cara de felicidad cuando abría el papel de estraza que los contenía. Me preguntaba cuánto me habían costado y siempre les parecían caros. “Hay que ver lo que cuesta ya un volaor”, refunfuñaba. En el patio, sobre un mosaico de colores que el tiempo había degradado, los comíamos juntos, a dos manos, mordisco a mordisco, desgajando esquirlas de aquella carne salada y sabrosa como si fuéramos, también nosotros, gente de un tiempo ancestral.
El recuerdo se sigue desbloqueando: tardes de playa cercanas al atardecer, con el oleaje suave que ordena un viento tibio que no se decide entre el levante y el poniente, horizontes infinitos que llevan mi imaginación hasta otras orillas míticas del Mediterráneo, peces que vuelan veloces sobre el agua como saetas plateadas desplegando sus alas mágicas...
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