Como la mayoría de la gente de mi generación, me confieso un ferviente adepto a los pantalones vaqueros. Era una prenda que simbolizaba de alguna manera nuestra modesta rebeldía de adolescentes que se miraban en la forma de vestir y comportarse de nuestros ídolos americanos (Marilyn Monroe en Río sin retorno -1954- y James Dean en Rebelde sin causa -1955- fueron los primeros en exhibirlos en el cine). Al punto indómito que les conferían usuarios tan admirados como Bob Dylan (recuérdese la portada de The Freewheelin' -1963-) o Crosby, Stills & Nash (en la mítica carátula de su primer LP -1969-), se unía un factor de tipo práctico, ya que, en función de su origen (los vaqueros fueron concebidos inicialmente para ser usados por los mineros de California) aguantaban el uso intensivo que les dábamos los jóvenes (tener más de un pantalón era un lujo al alcance de pocos) que además seguíamos encantados las recomendaciones del fabricante de no lavarlos con demasiada frecuencia. Era todo un placer poder lucir un Wrangler, un Alton, un Lee o incluso un Lois (la marca nacional elegida por los de economía más endeble). Los vaqueros tuvieron tanto éxito que la sociedad los acabó incorporando a los armarios como una prenda esencial, diluyéndose así su aura de rebeldía al tiempo que se consolidaba su carácter ecuménico. Sin embargo, de unos años a esta parte los fabricantes, apoyados en los gurús de la moda, le dieron una vuelta de tuerca más a su supuesta naturaleza subversiva lanzando al mercado tejanos previamente desgarrados y rotos. Primero fueron pantalones estratégicamente rajados por las rodillas (el lugar por donde naturalmente se gastan después de su continuado y esforzado uso en las tareas más rudas) para que sus propietarios, unos jóvenes que jamás han dado un palo al agua, pudiesen asomar, orgullosos, sus rótulas. Más tarde, de sutiles aberturas se pasó a espectaculares desgarros y, progresando, se llegó a prendas literalmente hechas girones (dignas de una película apocalíptica) que enseñan más piel de la que cubren. Lo curioso es que algo que en otro tiempo sería sinónimo de pobreza y descuido en el aseo personal (de niños odiábamos que nuestras madres nos obligaran a llevar pantalones remendados o jerséis con coderas) ahora se hayan convertido en, por así decirlo, prendas de una harapienta elegancia. Y si ya resulta absurdo que la gente se vista -a precio de oro- con ropa que cuarenta años atrás solo tendrían cabida en los cubos de basura, aún lo es más que lo hagan provectos señores (y señoras) que, en vano, buscan en tan zarrapastroso vestuario la ansiada juventud perdida. De alguna manera, los vaqueros desgarrados subvierten la idea inicial con la que los empezó a vender Levi Strauss a los buscadores de oro: si no te haces rico tamizando guijarros… al menos no te quedarás sin pantalones.

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