Monticello
Víctor J. Vázquez
S. La quijotesca
Quousque tandem
Sería pueril y caprichoso negar las ventajas que nos aporta la tecnología al escribir y la flexibilidad que nos permite al borrar, repasar o reescribir sin necesidad de recurrir a gomas o tachaduras. Las ventajas son claras y evidentes. Pero también sería pretencioso renunciar, por un petulante sentido de la modernidad, a no tomar la pluma, el lápiz o el bolígrafo y sentir la sensación de crear, cuando escribimos, trazando letras sobre el papel, cada una distinta a las demás, con su propia forma y estilo, no ya un texto, sino una imagen única que refleja nuestra personalidad y hasta nuestro ánimo coyuntural en el texto que escribimos. Amén del sentido ritual que tiene la escritura y que va mucho más allá del mero golpeteo de unas teclas anodinamente idénticas.
Hay toda una liturgia en la escritura manual que nos ha hecho como somos. Dejados cálamos, plumas de ave, palilleros y plumillas en el armario del olvido, con la estilográfica casi arrumbada y recluida en manos de románticos irredentos, fuimos la generación del bolígrafo, el rotulador y el lápiz. Aprendimos, sin saberlo, que escribir a mano nos aparta de la inmediatez porque exige la concentración que correctores automáticos, textos predictivos y el tan socorrido copia y pega, han eliminado de nuestra cotidianeidad. Y parece que también, según los científicos, favorece la asociación de ideas y el razonamiento lógico, mejora la capacidad de concentración, enriquece el aprendizaje, activa la memoria, relaja, favorece la creatividad y hasta ayuda a mantener joven nuestro cerebro.
Pero, sin duda, el mayor tesoro que nos aporta un texto escrito de puño y letra es que, en este mundo de prisas dominado por el espíritu del “¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!” del conejo blanco de la Alicia de Lewis Carroll, nos obliga a la pausa y a saborear el momento. El leve rasgueo de la pluma sobre el papel saca a flote nuestro estado de ánimo y muestra al lector, más allá del contenido, un continente único que es imposible en la impersonalidad de la letra impresa. Quizá sería bueno reflexionar sobre la belleza de una carta para quienes ya, ni las escribimos, ni recibimos. Tomar la pluma nos devuelve humanidad, tantas veces acallada por el endiablado ritmo que exige la tecnología. Y lo hace, tanto al amanuense como al lector. Al fin y al cabo no es requisito para disfrutar del porvenir renunciar al pasado, ni cambiar las cosas exige perderlas.
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