Un personaje recurrente en las películas del Oeste es el buhonero, un vendedor ambulante que, tocado con bombín o chistera (jamás usa sombrero de cowboy) recorría en su destartalada carreta tirada por un caballo tan desvencijado como el propio vehículo, los peligrosos y polvorientos caminos de Missouri a Nevada para surtir con todo tipo de productos y enseres a los pioneros que buscaban fortuna en los inhóspitos territorios del Far West.

Un peculiar subgénero de entre estos quincalleros cinematográficos era el de los charlatanes. Se trataba de embaucadores que detenían sus carromatos en pueblos y campamentos para pregonar con exuberante verborrea las múltiples virtudes de sus milagrosos productos. Ungüentos para hacer crecer el pelo, mejunjes para el dolor de muelas, bálsamos para llagas y heridas, brebajes que procuraban un inaudito vigor sexual… El truco consistía en estar a muchas millas de distancia de los poblados cuando los incautos compradores comprobasen (más allá de unas fastidiosas diarreas) la inutilidad de aquellos bebistrajos adquiridos a precio de oro.

Cada vez que se acercan unas elecciones, uno tiene la impresión de que los políticos que recorren (real o virtualmente) España son, al menos en su modus operandi, fieles émulos de esos peculiares personajes de las películas del Oeste. Su intención no es otra que persuadir a sus hipotéticos votantes de que les compren su “mercancía”, esto es, una serie de entelequias que nos cambiaran –para mejor– la vida. Ganaremos más, trabajando menos o, directamente, sin trabajar; tendremos viviendas casi gratis; nos subvencionaran los viajes de vacaciones; les regalaran videoconsolas a los adolescentes para tenerlos entretenidos y a los 18 años les premiarán con veinte mil euros por haber realizado la proeza de llegar a la mayoría de edad.

En tiempo electoral los políticos nos garantizan que, gracias a ellos, hasta la más nimia de nuestras necesidades estará cubierta sin que tengamos que hacer mayor esfuerzo que depositar en la urna la papeleta del partido correspondiente. Sin el más mínimo escrúpulo y haciendo gala de un desparpajo digno del mejor mercachifle del extenso territorio que se extiende al oeste del Misisipi, el político nos asegura el acceso, a una tierra de promisión (municipio, región o país) sin tener que hacer ni dar nada a cambio. Con todo, lo peor de estas innobles campañas publicitarias no es la condición moral de estafadores inherente a los candidatos, sino que su proceder trasluce un desprecio absoluto hacia la inteligencia y buen criterio de los ciudadanos. Mientras que sus homólogos del Oeste se cuidaban de no volver nunca sobre sus pasos por miedo a ser recibidos con una lluvia de plomo, los políticos nos venden una y otra vez su mercancía averiada. No tienen problema… saben que somos estúpidos.

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