No ha pasado ni una semana y, cuando me dispongo a ordenar mis impresiones sobre la moción de censura, tengo la inevitable sensación de que voy a hablar de algo que ya ha quedado en un remoto pasado. Así es la política de nuestro tiempo, volátil y efímera como casi todo lo demás, de usar y tirar, de filtro de Instagram e imagen de WhatsApp que, una vez "abierta", ya no podrás ver más. De lo sucedido, apenas nos quedarán los chascarrillos, la mofa y la anécdota y los colocaremos en la misma estantería del cerebro donde están el bolso de Rajoy, los exabruptos de Rufián, el escupitajo a Borrell o la peineta de Mañueco.

Ya a finales del XIX estaba claro que el parlamento era teatro, puro teatro. En aquellos momentos, partidos supuestamente contrarios escenificaban una lucha política que en nada se correspondía con sus pactos dinásticos, sus contubernios electorales y su casi total identidad programática. La representación teatral se realizaba, eso sí, con una oratoria culta y refinada, tirando unas veces de la formación humanística y, otras, del lenguaje forense de las aulas de Derecho. Se trataba de imitar a Castelar, Echegaray, Olózaga y Calvo Asensio, pero a veces no se llegaba más que a una retórica pastosa, vacua y exhibicionista. Ahora en el teatro congresual se escenifica un guion que ya conocemos de antemano (¡el discurso de Tamames ya había circulado días antes!) y una votación cuyos resultados son predecibles con semanas de antelación. carente de sorpresa y, por ello, de interés, este teatro aburre hasta a las ovejas y por eso, aunque los discursos duren cerca de dos horas, da lo mismo: los olvidamos como si fueran un anuncio de televisión visionado al doble de velocidad. Cada uno va para escucharse a sí mismo y no al otro: el nonagenario aspirante al contrato de presidente se queja de la duración del discurso -qué dura es la vida parlamentaria- y todos, absolutamente todos, de todos los partidos, se dedican a mirar el móvil y mover los pulgares mientras el otro se desgañita en el estrado. Para más agravio, ni siquiera tenemos ya esos oradores del XIX que hablaban sin papeles, improvisando, y que hasta arrancaban en ocasiones los aplausos de la bancada contraria; que digo yo que algo habrá para gobernarlos a todos con un solo anillo: la paz del mundo, la erradicación del hambre o la investigación contra el cáncer. Pues no. Tenemos un parlamento en el que un postulante a presidente, criado en las filas del eurocomunismo de los setenta y de casi noventa años, da un discurso de derechas que resulta más moderno que el de su padrino de cuarenta y tantos, al que, quizás por eso, ni siquiera aplaude. Lo bueno de estos tiempos es que el discurso de Tamames ya puede comprarse y, además, rebajado, como nuestra democracia. En Amazon lo tienen por 4,74 euros. Lo malo será que algún día nos enteremos de que se lo hizo su nieto con GPT.

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