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David Fernández
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Me gustan las luces de Navidad. Siempre me han gustado. Yo veo luces de Navidad y empiezo a oler a las comidas y los dulces de la Nochebuena, canto villancicos dentro de mí e, inocentemente, comienzo a creer que, en el próximo enero, la gente será un poco más buena, más noble y más desinteresada. Cuando era niña esperaba ansiosa a que las avenidas y las plazas se iluminaran como anunciando un sinfín de cosas maravillosas. A mis ojos, las calles rutinarias por las que se iba al mercado o a comprar ropa o al parque se transformaban en escenarios luminosos e impresionantes. Lo vulgar y corriente se convertía en excepcional; lo anodino, en emocionante. Entonces, las guirnaldas luminosas se formaban con orondas bombillas pintadas de rojo, amarillo, azul y verde que dibujaban sobre el cielo oscuro flores de Pascua, bolas decoradas, cabezas de Papa Noel, velas encendidas y hojas de acebo. Debo confesar que esas luces de Navidad me gustaban más que las de ahora, más frías y estridentes, llenas de ostentosos artificios dorados y plateados que cuelgan y recuelgan por todas partes. No obstante, asumo la nostalgia y sacrifico mis gustos en aras del menor consumo energético y, supongo, la mayor economía de escala. Las luces de entonces aún me faltan y me faltan también su austeridad serena, su comedimiento y su elegancia.
En este tiempo de extremos y de ambición, de “a ver quién tiene lo más grande, lo más alto o lo más caro”, hasta las luces de Navidad se han convertido en una competición y en un exceso, en un empacho cuasiepiléptico que lo invade todo, sin que haya espacio para que la vista descanse y los sentidos disfruten con sosiego. Aunque me recuerdo infantilmente enfadada cuando algún ayuntamiento decidió no poner luces en plena crisis financiera, ahora oigo con horror el gasto improductivo y desmedido que acometen algunos ayuntamientos (lo siento, pero nunca me cuadran las cifras de lo que se gasta y lo que se ingresa) y veo en los noticieros con no menos espanto el recargamiento de las calles y las avenidas, el despropósito de los árboles gigantescos y la superposición de adornos, muchas veces descoordinados, que convierten las ciudades en un espectáculo rayano en la horterada.
Luces sí, por favor, pero con moderación y sencillez, sin alharacas. Y, a ser posible, sin que los movimientos espasmódicos de los miles de leds tengan que estar necesariamente sincronizados con ese “alliwantforchristmasisyou” transmutado, a pesar de lo que su letra dice y que nadie parece entender, en el himno oficial de esas nuevas Navidades capitalistas, basadas en la obsesión por comprar, comer, beber y pasárselo obligadamente bien. Llámenme antigua o aburrida, si quieren, pero para mí la Navidad sigue siendo un tiempo dulce, de bombillas rojas, amarillas y verdes, triste por el recuerdo de los que no están, alegre por los que llegan y los que continúan, cálido porque reúne a la familia y a los amigos, esperanzado porque vuelve a darnos la oportunidad de ser mejores.
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