Apunto estoy de caer en una depresión. Si no desconecto pronto del empacho informativo que genera la campaña electoral, creo que sucumbiré pronto al tedio, al agobio, al abatimiento y la desesperación. Oye una a los candidatos y candidatas de las distintas ciudades de España (lógicamente a los que no están ya instalados en el poder municipal) y el panorama es tan desolador que dan ganas de lanzarle una zapatilla a la tele, apagar las luces de la casa y meterse en la cama debajo del edredón. Pareciera que todas las ciudades españolas son un infierno de calles sucias, transporte que no funciona, abandono, aislamiento y precariedad. No pongo en duda que algo de esto hay, pero me preocupa, sinceramente, la exageración que se hace de todo, sin cuartel y sin medida, con tal de acabar con el contrario. Aprovechando la bajísima cultura política que campea por nuestra sociedad, se les imputa a los alcaldes de cualquier signo cosas que ni siquiera son de su competencia y tengo para mí que, si este espectáculo lo están viendo fuera de España como permiten ahora los avances tecnológicos, la imagen que se proyecta de nuestras ciudades no puede ser más nefasta.

Yo me he zampado ya los debates por la alcaldía de Barcelona, Valencia y Sevilla. Qué nivelito, señor mío de mi alma. Lo primero que me pregunto es por qué consideran los medios que por ser ciudades grandes sus problemas nos interesan a todos los demás españolitos, como si pudiera ocurrir remotamente que de su prosperidad alguna migaja pudiera venir a caernos a las ciudades pequeñas o a los pueblos de los que nadie se acuerda. Más bien sucede lo contrario. Muchos pueblos viven asfixiados por la presencia cercana de una gran urbe que, como si fuera un gigantesco agujero negro, parece absorberlo todo: población, empleos, inversiones, cultura, fama, grandes eventos… Lo más gracioso de todo es que esas ciudades a las que, casi sin mover un dedo, afluyen todas las inversiones públicas también se consideran a sí mismas “abandonadas”. Me parto de la risa y me caigo del sillón. Ojipláticos tienen que estar esos pueblos vaciados de Castilla y de Aragón o los nuestros del Andévalo y del Campo de Gibraltar que sobreviven como si no existieran, incomunicados y desatendidos por las administraciones gobierne quien gobierne, mientras escuchan a algunos reclamar la prolongación de una línea de metro o la ampliación de un aeropuerto, quejarse del turismo o pedir el arreglo de la vía del AVE. Esos problemas, desde luego, no los tienen otros, sencillamente, porque a ellos no llegan ni metros ni aviones ni AVE ni infraestructuras o servicios de ningún tipo. No hay nada que reparar ni que ampliar: dinero que se ahorra.

Viendo lo que veo, se me viene Ortega y Gasset a la cabeza y visualizo, con poquísima dificultad, esa España cainita que él describió, devoradora del poder y los recursos, que a lo largo de los siglos ha ido dejando de lado la cohesión y la justicia territorial, para ponerse siempre a favor de los más grandes y más fuertes.

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