Eera relativamente fácil hacer una campaña electoral en el siglo XIX. Normalmente, era suficiente con tener dinero, una buena cuadrilla de amigos y unos pocos ratos libres. Votaba tan poca gente por mor del sufragio censitario –sí, ese que solo le daba el voto a los ricos– que bastaba con recorrerse unos cuantos pueblos y organizar unos cuantos banquetes a fin de que los agraciados con el derecho electoral activo –varones todos– comprobaran cuán acaudalado, generoso y respetado era el líder que aspiraba a su representación. Las ideas importaban más bien poco y se imponía como motor del voto la presunción del beneficio. Si algún voto se escapaba de estas comilonas en casinos y casas de campo, no había problema: algún aliño corrupto por aquí o un ajuste clientelar por acullá ayudaban a cerrar filas y a garantizar la mayoría.

Duró la cosa mucho porque, aunque desde 1890 ya estuvo vigente el sufragio universal masculino, la arraigada cultura política del engaño, la coacción, el intercambio de apoyos por favores personales o la compraventa del voto hizo perdurar la mistificación. No es menos cierto que, sutilmente, en este mundo anticuado y oscuro también fueron entrando, sobre todo entre los partidos de izquierda, pero no solo, el meeting, la propaganda, los programas políticos y los discursos. Ocurría, no obstante, como ahora: al mitin solo iban los ya adeptos, la propaganda se anulaba a sí misma por saturación con la de los demás contendientes, los programas no se los leía nadie (de hecho, muy poca gente sabía leer y aún menos entender los recovecos de la política) y los discursos poco valían al estar llenos de promesas y ofrecimientos desmedidos poco aparejados a la vaciedad de las arcas. La política, que había dejado de ser cosa de ricos, había bajado a la arena del pueblo humilde desplegando todas sus artes en una especie de “a ver si pican”. Las ideas y las realidades concretas tampoco entonces importaron demasiado.

Ahora las viejas formas de las campañas electorales sobreviven con alguna que otra mutación: en los mítines y reuniones sigo viendo solo a los que ya son del partido, pero ahora hay también un photocall; la propaganda se retira de la cartelería para refugiarse en los informativos y en esas redes sociales en las que los odiadores desarrollan luego su trabajo incansable, y las promesas más inverosímiles se materializan con vistosas maquetas e infografías. Con todo, hemos inaugurado también un nuevo modelo de campaña electoral: la que podríamos llamar de “la política hasta en la sopa”, agotadora hasta el extremo para sus sujetos protagonistas y para sus potenciales votantes, que no pueden ir al mercado, la romería, el centro de salud, la procesión, el bar de la esquina, la feria, la exposición de pintura, el centro de día o el gimnasio sin encontrarse a un candidato o a una candidata sempiternamente omnipresente. Presencia en todo, promesas a granel: no vale solo decir el qué, queremos saber el cómo.

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