Antiheroínas

Los nuevos predicadores encuentran un placer casi voluptuoso en condenar a los réprobos

Demonizado en vida por los puritanos y a la vez menospreciado por los árbitros del buen gusto, entre quienes se encontraban autores prestigiosos como T.S. Eliot o Virginia Woolf que calificaron, no sin cierta razón, su literatura de desmañada, D.H. Lawrence tuvo también defensores cualificados como E.M. Forster o Aldous Huxley que supieron ver el genio tras los modos excesivos y cierta incontinencia verbosa, extensible al plano de las ideas que el escritor, imbuido de su condición de profeta, defendía con singular vehemencia. Irremediablemente simpatizamos con el “peregrino salvaje”, adscrito a un vitalismo de corte paganizante, que reivindicaba los instintos y la vuelta a la naturaleza, aunque su escandalosa defensa de la libertad sexual de la mujer ha sido discutida por la crítica feminista y no faltan quienes –ya lo hizo la mencionada Woolf– lo acusan de misoginia. Leída hoy, la novela más conocida de Lawrence, El amante de lady Chatterley (1928), largo tiempo prohibida en Gran Bretaña, donde fue considerada una obra no ya obscena sino abiertamente pornográfica, no resulta tan transgresora como lo fue en su momento o incluso décadas después, menos, como se ha dicho, por haber mostrado los tabúes del sexo o la fuerza del deseo femenino que por haber roto –el adulterio entre iguales no estaba tan mal visto– la infranqueable barrera entre las clases. Las escenas eróticas, de hecho, que no eluden la carnalidad explícita, ocupan sólo una parte –no la mejor o la más perdurable– de un relato que contiene varios niveles de denuncia, como sin duda vieron los censores. A ellos –“Ah, los perros añejos que fingen proteger / la moral de las masas...”, decía en uno de sus últimos poemas– les dedicó el indómito Lawrence, plebeyo orgulloso de serlo, un buen puñado de merecidos insultos. Conforta ver cómo muchos de los admirables pioneros de la emancipación –Lawrence lo fue, sin ninguna duda, aunque su masculinidad, ambigua a decir de los biógrafos, pueda resultar excesiva para los lectores más remilgados– no responden al modelo angélico que tratan de imponer los nuevos predicadores, que del mismo modo que los añejos –mismos perros con distintos collares– encuentran un placer casi voluptuoso en condenar a los réprobos. Las antiheroínas de Lawrence reaccionaban contra los estrechos moldes posvictorianos, querían ser libres e independientes y disfrutar del amor o del sexo sin ataduras ni remordimientos. No es seguro que el hijo del minero, si pudiera asomarse a nuestro tiempo, aprobara las labores de vigilancia del renovado ejército de salvación. Hoy como ayer, líbrenos el Señor de los protectores de la moral de las masas.

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