En la misma semana que se ha anunciado la jubilación de Jesús Álvarez, uno de esos rostros que ha acompañado a generaciones, nos sobrecogía el fallecimiento de Marcos Alonso, ex jugador y entrenador que sin ser nunca de máximo relumbrón tenía carisma y carácter con su aspecto de compañero formalito pero malote de clase. 63 años a estas alturas es morir muy joven.

Era Marcos. Como aparecía en los cromos, agachado (como posaban entonces siempre los delanteros) con la camiseta del Atleti. Tenía aspecto de eterna promesa, más pipiolo de lo que era.De lo mejor que le pudo pasar en su vida fue perderse el Mundial 82. Su ausencia fue un poco inexplicable. Para la selección lo recuperó Miguel Muñoz y fue suplente en el subcampeonato de la Eurocopa del 84, vía Malta. En el banquillo coincidió con Butragueño, de la quinta que aterrizaba, y que le faltó al menos alcanzar una final.

Marcos fue decisivo en una correosa copa ganada por el Barcelona que escoció en el madridismo (con Schuster descoyuntándose los brazos, tal vez comprobaba sus articulaciones). Formó parte de la selección que ganó por primera vez en Wembley a Inglaterra, en 1981, el día que liberaban a Quini de su secuestro. Los jugadores se fueron de juerga por Londres y fueron fotografiados. El seleccionador José Emilio Santamaría se enfadó con toda la prensa, con medio equipo y con el sursuncorda. Fue el principio del fin del naufragio de Naranjito, un año después.

Al escuchar el nombre de Marcos Alonso respinga la memoria infantil aunque aquel jugador de rictus serio siguiera en la brecha mucho más, cambiara las botas por el banquillo y hasta un hijo con igual nombre mantenga la herencia de una estirpe que ya inició el abuelo, un madridista, Marquitos. Con el fallecimiento de Marcos uno se da cuenta de que el tiempo transcurrió más deprisa de lo que pueden agolpar los recuerdos. Ayer es en realidad antes de ayer. El álbum nos localiza en el pupitre cambiando el cromo de Marcos por el de Zubillaga.

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