Cultura

Los paraísos íntimos de Sorolla

  • Caixafórum dedica su primera exposición específicamente concebida para su sede en Sevilla a la historia del jardín del pintor, que se inspiró para construirlo en los del Alcázar y la Alhambra

"Tiene el jardincito muchos y hermosos árboles, algunos grandísimos, y bastante sol para poder pintar", escribió Joaquín Sorolla un día de enero de 1904 en una carta a un amigo. El pintor acababa de alquilar una casa en Madrid y lo que había soñado siempre -tener en el mismo lugar su estudio y su casa, su pintura y su familia, y pautar sus días en torno a un hermoso jardín- empezaba a cumplirse. Terminó de hacerlo algunos años después, cuando entre los años 1908 y 1911 compró y construyó su propia casa, también en Madrid, en el inmueble que hoy es el Museo Sorolla. Allí, el artista diseñó con enormes paciencia y meticulosidad su propio jardín: planeó el espacio y la estructura, eligió las flores (rosas, adelfas, geranios, lilas, alhelíes, lirios, jazmines), los azulejos, hasta el modo en que el chorrito de agua debía derramarse sobre la fuente, todo lo puso en pie... con la mente puesta en los jardines del Real Alcázar de Sevilla y de la Alhambra de Granada, cuyos rincones plasmó una y otra vez en sus frecuentes visitas a ambos palacios, las inspiraciones fundamentales que le guiaron para levantar en Madrid su pequeño edén privado.

De esta pasión da fe Sorolla. Un jardín para pintar, la exposición que desde hoy hasta el 15 de octubre acoge el Caixafórum, la primera desde su inauguración a comienzos del pasado mes de marzo que ha sido concebida específicamente para esta sede de Sevilla. Comisariada por Consuelo Luca de Tena, directora del Museo Sorolla de Madrid, la profesora María López Fernández y la paisajista Ana Luengo, la muestra recoge 176 obras, principalmente óleos pero también bocetos y dibujos de su amado jardín, esculturas, azulejos, fotografías y cartas personales que el valenciano enviaba acompañadas de flores, con especial predilección por el azahar y las violetas cuando había pasado horas pintando en el Alcázar y al pensar en Clotilde, su mujer, sentía una punzada de añoranza.

Estos óleos que pueden verse ahora en el Caixafórum proceden en su gran mayoría de la colección personal que Sorolla tenía en su casa o bien de sus familiares, y fueron pintados en una etapa de madurez y total libertad del artista, en los que serían sus últimos años de vida (murió en 1923, a los 60 años); los mismos en los realizó por encargo de la Hispanic Society de Nueva York los gigantescos murales con escenas típicas españolas que acabaría agrupando en la serie Visión de España, que pudo verse hace casi una década ya en el Museo de Bellas Artes, donde dejó cifras de visitantes que aún hoy son de récord.

Hay una curiosa correspondencia entre aquella exposición y ésta del Caixafórum, pues si en Visión de España el pintor realizó un espectacular demostración de fuerza, con sus habituales y cantadas dotes para la sensualidad y la belleza en forma de cautivadora gama de luces, en las obras que componen Un jardín para pintar, sin dejar de acreditar tales virtudes, Sorolla da rienda suelta a una faceta mucho más íntima. En los rincones del Alcázar, de la Alhambra y de su propio jardín que pintó una y otra vez, junto con el alegre colorido y la fragancia de las flores que casi puede olerse, se filtra también la quietud y la melancolía.

No es de extrañar ese aire mucho más hondo y recogido de sus jardines, pues les dio forma en sus momentos de descanso de sus grandes compromisos profesionales como el citado y famosísimo de la Hispanic Society. "Los pintaba para su solaz, para su propio placer, para sí mismo, sin más. En aquel momento ya hacía tiempo que él era muy famoso y tenía un gran éxito, por lo que no necesitaba hacerlos para exponer ni para vender. Él pintaba para pensar, y al pintar estos cuadros lo que hacía era descansar, relajarse, entregarse al puro deleite de pintar. Los hizo en una etapa de madurez, de plena conciencia de sus recursos, por lo que estamos ante unas piezas de tremendo poderío", explica Luca de Tena.

"Mientras que los murales respondían a una técnica más rotunda y precisa y, por sus dimensiones, la composición era casi un ejercicio coreográfico -tercia López Fernández-, en los jardines su pintura es mucho más libre, incluso veloz, por lo que tiene una gran ligereza. A veces parecen hechos casi con técnica de acuarela, empleando muy poca materia. Estaba en ese momento en el que hacía lo que le daba la gana, y por eso se aprecia en los cuadros cómo iba utilizando unas pinceladas u otras, más livianas o menos, más capas de pintura o menos, en función de sus necesidades, de lo que quisiera destacar".

La exposición está dividida en ocho espacios que dan cuenta de las sucesivas ampliaciones del jardín de la casa madrileña, hasta tres, de diferentes elementos ornamentales de estos espacios y de sus recurrentes visitas a Granada y Sevilla, sobre la que no paraba de escribir en sus cartas a su mujer: "Día hermoso hoy, espléndido de azahares; las azoteas están reventando de flores, los muros blancos sobre el cielo azul son un encanto; con toda el alma siento que no lo gocéis: todo está estallando", casi exclamaba de su puño y letra una mañana de primavera durante una visita a Sevilla.

El Rincón del Grutesco, en distintas perspectivas, y que Sorolla procuró transponer casi idénticamente aunque a otra escala en su propia casa (la fuente, el pórtico, la escalera con azulejos, la "potencia ordenadora de los setos"...), los Jardines de Carlos V y su estanque, una alberca cuya lámina de agua se convierte en espejo para el cielo (los reflejos en el agua suponen una auténtica que atraviesa toda la obra del valenciano) o una fuente árabe son algunas de las estampas del Alcázar hispalense que el artista plasmó en estos óleos. En la Alhambra se detuvo en los patios de Lindajara, de Doña Juana y de la Justicia y en un patio con alberca del Generalife, o en el Patio de los Arrayanes, en este caso no para pintarlo sino para tomar ideas de detalles para acometer la segunda de las tres ampliaciones que realizaría en su vergel doméstico. Fueron el aire y las estructuras de los jardines de estos dos bellísimos palacios andaluces los que trató de reproducir en él, pues visitó y pintó también con mucha frecuencia los del Palacio Real de La Granja de San Ildefonso, en Segovia, pero estos resultaban "demasiado monumentales" para tratar de trasladarlos a las muchísimo más modestas dimensiones de su casa. "A él le inspiraron sobre todo los jardines islámicos, que tengan el tamaños que tengan siempre se estructuran en rincones pequeños, son íntimos, geométricos y sedantes, también por el rumor agradable del agua, que tiene un papel central pero discreto", explica Luca de Tena.

Recuerda Ana Luengo que fue un granadino, el escritor Ángel Ganivet, el que dijo que el andaluz "gusta del placer tenue y prolongado". Eso buscó sin duda Sorolla en las obras y en los espacios que las inspiraron, y ese efecto tiene la visita a una exposición que despide al visitante con un mordisco sutil, melancólico, casi testamentario, en el que se cree que es el último cuadro que pintó el artista de su dilecto jardín, el lugar donde, tres años antes de morir, le sorprendió el ictus que le impidió seguir pintando. En el cuadro aparece una vista de esa tentativa de paraíso con su sillón favorito, pero solo, sin nadie sentado en él, "como si alguien", apunta Luca de Tena, "lo hubiera pintado en ausencia de Sorolla".

Como es habitual en los proyectos de Caixafórum, la exposición se complementará con numerosas actividades paralelas, la primera de ellas la conferencia que ofrecerán hoy a las 19:00 las comisarias Luengo y López Fernández (entrada, 4 euros). Visitas comentadas, familiares, en grupo y con café-tertulia se sucederán también hasta la clausura de la muestra.

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