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Temporal de invierno en el Campo de Gibraltar

Vitalismo desesperadoLa dulce tirana

Ignacio F. Garmendia / Manuel Gregorio González

31 de mayo 2015 - 05:00

De Boris Vian se ha dicho que ponía la poesía en sus novelas y cultivaba el prosaísmo en el verso, pero semejante juicio implica pasar por alto que los creadores totales no entienden de géneros o que los poetas verdaderos -los que no hacen del oficio un oficio, sino una forma de vida- no dejan de serlo en cualquier página. En su acelerada carrera contra la muerte, que lo alcanzaría antes de cumplir los cuarenta, Vian escribió mucho y de modo febril, como el que sabe que tiene los días contados y se lo juega todo -y además alegremente- en cada partida. Sólo publicó dos colecciones de poemas, Barnum's Digest (1948) y Cantinelas en jalea (1949), que junto a las que aparecieron póstumamente -No quisiera palmarla (1962) y Cien sonetos (1984)- y un puñado de composiciones dispersas forman el conjunto de su Poesía completa, reunida en una edición bilingüe de Renacimiento donde Juan Antonio Tello -casi quince años de dedicación a la obra de Vian, difícil como pocas de trasvasar a otra lengua- ha revisado sus anteriores traducciones, publicadas por Hiperión, e incorporado las que tenía pendientes. El volumen, ineludible, es un monumento al riesgo, la subversión y la imaginación desbocada.

Haciéndose eco de sus afinidades expresas, Tello adscribe a Vian a un linaje lúdico, rompedor, desenfadado, libérrimo, que puede remontarse hasta Rabelais y llega hasta Jarry, padre y precursor de la Patafísica en cuyo Colegio figuraba el poeta junto a compañeros de viaje como su gran valedor y maestro Queneau o el también admirado Prévert. Luminoso y a la vez oscuro o hasta inextricable, pero siempre fresco, bienhumorado, mordaz, Vian comparte muchos de los rasgos del imaginario surrealista -aunque trazó su propio camino, demasiado celoso de su independencia para comulgar con los preceptos de cualquier ortodoxia- y el gusto por la provocación o el desvarío. Es la suya una poética transformadora que genera un mundo aparte, tiene su centro en el lenguaje y pretende agotar sus posibilidades, pero al mismo tiempo resulta indisociable del autor -"no se comprende una obra, se comprende al hombre que la ha hecho"- y reveladora de su circunstancia. Hay veras junto a las burlas que en Vian, el perseguido, hablan de la melancolía del niño enfermo, de su vitalismo desesperado.

Boris Vian. Ed. y trad. Juan Antonio Tello. Renacimiento. Sevilla, 2015. 592 páginas. 25 euros

Es sabido que Germaine Necker, baronesa de Staël, fue una mujer culta, brillantísima y adinerada, cuya historia corre en paralelo, no sólo a los salones parisinos y las Lumières dieciochescas, sino al estrépito de la Revolución y la ambición desmesurada del Gran Corso. También, y no en menor medida, la vida en el exilio de madame de Staël traerá una nueva fiebre a las letras francesas, de la mano de su amigo, y preceptor de sus hijos, Wilhelm Schlegel. Dicha fiebre no fue otra que el Romanticismo, cuyo germen teutón trasladó a la tierra fértil del Sena, gracias a su obra más perdurable: Alemania.

Podría decirse, pues, que su situación acomodada y una inteligencia fuera de lo común, hicieron de madame de Staël una brillante salonnière, cuyo magnetismo concitó y recabó para sí a las grandes inteligencias de su siglo. Sin embargo, Germaine Necker, hija del banquero y ministro Jacques Necker, fue no sólo la incitadora de un fértil precipitado histórico. La acusada personalidad de madame de Staël, junto con su indudable talento, le propiciaron honores dispares y aun contradictorios: el honor de ser una de las novelistas más leídas de su época, y el honor -quizá más alto, pero más oscuro- de ser la opositora más destacada de Napoleón Bonaparte, cuya franca animadversión la persiguió por toda Europa. A esto debe añadirse otra nota de carácter, como fue su gran liberalidad amatoria. Una liberalidad, sin duda generosa, pero que siempre esparció sus dones entre las cabezas más eminentes del XVIII-XIX.

Toda esta asombrosa peripecia, en la que se resume buena parte de la historia contemporánea, es la que ha recogido con admirable pulso y erudición, en un libro no menos admirable, Xavier Roca-Ferrer. Y ello por un motivo, no por comprensible, de fácil resolución. En su Madame de Staël, Roca-Ferrer ha completado no sólo el perfil de una mujer extraordinaria. Antes bien, ha abocetado, con pulcritud y solvencia, la secreta ondulación de una época. Éste es, quizá, el mayor mérito de un libro meritorio, absorbente, ligero y riguroso.

Xavier Roca-Ferrer. Berenice. Córdoba, 2015. 512 páginas. 24,95 euros

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