Novedad editorial La Venecia del XIX atrajo a una dilatada nómina de hombres eminentes

Venecia, esplendor y brumas

  • La editorial granadina Almed publica 'Venecia en el siglo XIX. El paraíso de las ciudades', obra del escritor británico, afincado en Italia, John Julius Norwich

Lo cuenta Goethe en su estupendo Viaje a Italia. Al llegar a Venecia buscando la arquitectura adusta, la línea rigurosa de Palladio, se topa con la serenata nocturna de los gondoleros y con un inadvertido sentimiento que emanaba de la noche misma, del coro musical y el centenario rumor de aquellas aguas: Goethe se había topado con la melancolía. Un siglo más tarde, será Wagner quien se quede estupefacto, en una viva conmoción, ante el mismo fenómeno. Así, los dos genios germánicos, el genio clásico del consejero Goethe y el turbulento genio de don Ricardo, venían a hermanarse en una nostalgia difusa, en un vaga melodía nocturna (Tristán e Isolda es de aquella época) cuyo origen era, probablemente, la imprecisión: la oscuridad imprecisa de las aguas, el eco de las voces en la lejanía, mas el bulto fantasmal de unos palacios sumidos en la bruma. Es decir, ambos habían sucumbido, sin esperarlo, a la llamada del Romanticismo.

Así pues, hace bien el escritor y diplomático John Julius Norwich en situar su libro en la Venecia del XIX. Antes había ensayado una historia total de Venecia, de su milenaria independencia, desde la baja Edad Media a nuestros días. Sin embargo, es en el XIX cuando Venecia, la imagen de Venecia, adquiere el prestigio decadente, el equívoco membrete de ciudad postrada en la indolencia, la ruina y el hastío. Bien es cierto que Norwich, al ceñirse a este periodo, deja fuera a la gran Venecia del XVIII y a dos de sus más ilustres visitantes: el mencionado Goethe y el no menos célebre Casanova (un siglo antes, Quevedo anduvo por allí urdiendo conjuras a mayor gloria del duque de Lerma y de Felipe IV). De Goethe nos han quedado sus notas sobre la ciudad, cuando contaba treinta y siete años; del caballero Casanova aún perduran sus memorias galantes y el genio dieciochesco, la distancia irónica del libertino. No obstante, el XIX de Norwich trae consigo una dilatada nómina de hombres eminentes, que otorgan a Venecia el actual aire suntuoso, entre espléndido y marchito, que ahora imaginamos como propio de la ciudad adriática. Se trata de Napoleón, conquistador severo de la Serenísima; se trata de la Venecia de Byron y John Ruskin; de la Venecia matinal de Henry James; de la Venecia que habitaron el poeta Browning y el arqueólogo Layard; de la Venecia en brumas que pintaron Sargent y Whistler; o ya más tarde, aquélla que hizo posible a un insólito impostor como el Barón Corvo; se trata, en fin, de la Venecia en que moría Richard Wagner.

Cuenta Norwich que, antes de cerrar el ataúd de Wagner, un ataúd de roble traído desde el septentrión, Cosima, su mujer, se cortó la cabellera y la dejó, como una última ofrenda, sobre el pecho del músico. He aquí una imagen que pudiera resumir, como aquélla de Byron extrayendo el corazón de Shelley, ese inusitado cruce de vivas pasiones y existencias secretas que la vieja República parece regalar a quien la ama. Para todos estos viajeros, para aquellos que frecuentaron la Serenísima desde el Grand Tour en adelante, Venecia fue el cumplido ideal de una imagen romántica: junto a la piedra venerable, junto a la profunda Historia, se hallaba la hermosura áspera del meridión y las calles henchidas de misterio. Eso fue lo que quiso conservar Ruskin cuando se opuso, con éxito, a la reforma de sus monumentos. Eso es lo que pinta el agitado pincel del norteamericano Whistler. Eso, y la quietud del sur, era lo que detuvo al errante Byron, camino de su muerte en Grecia. Esa intimidad, agravada por los siglos, es la que convierte a James de mero paseante a férvido entusiasta. Todo eso es lo que el minucioso, el divertido, el inteligente Norwich, glosa con una cualidad tan notable como escasa: la ligereza. La extraña, la sutil ligereza de los británicos.

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