Sevilla, solera del baile
crítica cine
BAILANDO UNA VIDA
XIX Bienal de Arte Flamenco de Sevilla. Dirección de escena: Rubén Olmo. Baile: Ana María Bueno, José Galván, Manolo Marín y Milagros Mengíbar. Cante: Juan Reina, Manuel Romero "Cotorro" y Miguel Ortega. Toque: Juan Campallo, Juan Manuel Flores y Rafael Rodríguez. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Sábado, 10 de septiembre. Aforo: Lleno.
Por encima de todo, la de anoche fue una velada de auténtico goce para los amantes del baile flamenco; la única danza en la que las inevitables limitaciones físicas de la edad y los kilos no restan un ápice a la maestría, al arte que se apoya en una vida de amor y de respeto por el flamenco.
Una noche marcada por un gusto exquisito, empezando por la escena. Rubén Olmo, su director, acertó de pleno eligiendo la sencillez: unas bonitas imágenes de fondo, una apertura y un cierre en común y un baile para cada uno con dos momentos compartidos por parejas: un expresivo zorongo para José Galván y Milagros Mengíbar mientras Manolo Marín y Ana Mari Bueno se unían para bailar por tangos.
Los cantaores, de dulce, al igual que las guitarras. Arropando siempre a cuatro artistas que no tienen ya nada que demostrar. Para otros -y muchos de los que llenaban el patio de butacas han sido alumnos suyos- quedan ya los intentos de innovar, las carretillas de pies, los múltiples giros, la velocidad... Ellos simplemente son porque tienen una vida detrás completamente dedicada al baile. Y no son los mejores bailaores del mundo; son simplemente la solera, la madre, el eslabón que une a todos los bailaores y bailaoras que pasarán por el escenario los próximos días con los grandes artistas del pasado. Son una manera de vestirse las mujeres (Lina y Salao, ni más ni menos), de peinarse el moño bajo, de adornarse sin excesos, apenas una flor o una mata de romero en el pelo.
Comenzó la más joven del cuarteto, Ana María Bueno, con una bata de cola negra con adornos de coral. Estampa en movimiento de cualquiera de los pintores costumbristas. Bailó una seguirilla con palillos y lo hizo maravillosamente, pausada, con su baile académico y etéreo, con los brazos a la altura precisa y uniendo el sonido de sus castañuelas al cante y a la guitarra que la seguían embelesados.
Le siguió José Galván, de traje claro, con unas bulerías por soleá de auténtico maestro. Colocación, braceo, giros... y unos remates que provocaron muchos oles y una larga ovación del público. Sigue en forma José, aunque sus hijos Israel y Pastora garantizan ya la permanencia de su apellido en la historia del baile.
Milagros Mengíbar, según dijo ella misma, llevaba un año sin bailar en un escenario. Tal vez por eso no hizo alardes con la bata de cola. Sencillamente bailó por alegrías con la sabiduría y con el arte grandísimo que la caracteriza y con una hermosa imagen nocturna del mar como fondo. ¡Qué manera de bailarle al cante y qué manera de cantarle los tres cantaores! Por no hablar de las guitarras. Las improvisaciones de Rafael Rodríguez parecen hechas para la danza, que surge con un braceo pausado, hendiendo el aire con cada giro de las manos. Mengíbar, como todos los demás, mostró el peso que tiene el baile sobre la tierra y la energía inmensa que puede desarrollarse en el tiempo en vez de en el espacio, rematando con un simple gesto del hombro o de la cabeza.
Y para terminar, el maestro Manolo Marín, con sus ochenta años cumplidos, por soleá. Retirado dese hace años de los escenarios y también de su célebre academia de la calle Rodrigo de Triana, Marín bailó con gran generosidad, con el puente de su Triana como fondo y los músicos en torno a una mesa. Un baile ya corto pero sabroso, lleno de guiños, con esa manera tan especial de agarrarse la chaqueta y, en ocasiones, de tirarse del pantalón.
Unas sinceras palabras de cada uno y un par de sevillanas pusieron fin a la velada. Sevilla y sus maestros, la solera del baile flamenco. Ojalá que no se pierda.
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