Madrid es el Nueva York europeo
Norman Foster, el gran hacedor de la arquitectura descontextualizada
El arquitecto, autor del Metro de Bilbao, gana el Príncipe de Asturias de las Artes por "la calidad estética" de sus trabajos
Sir Norman Foster (el título nobiliario, en el Reino Unido, no es una mera cuestión protocolaria) no es un arquitecto. Más bien pudiera considerarse una factoría. Autor, entre otros grandes proyectos, del diseño urbano del Metro de Bilbao o de la torre CajaMadrid, ha marcado con su trabajo -donde el componente artesanal que históricamente se asociaba a la arquitectura mutó hasta convertirse en una sofisticada cadena de producción industrial- buena parte de las últimas décadas en el arte, y el negocio, de construir edificios.
Nacido en Manchester en el seno de una familia obrera, Foster estudió gracias a las becas y desarrolló un talento -pragmático y, al tiempo, atrevido- que todavía en la actualidad es sinónimo de una forma de concebir la arquitectura que a algunos espanta pero que, inevitablemente, seduce a otros muchos, entre ellos grandes políticos, inversores, gobernantes y, en general, a los espectadores de a pie. Porque la arquitectura de Foster es tan espectacular como innovadora. O, al menos, lo ha sido durante las últimas décadas, en la que ha ejercido como capitán indiscutible de la división de estrellas que marca la imagen actual de la arquitectura. Un selecto sanedrín que ha ido configurado la imagen de las grandes ciudades europeas. Hasta el punto, como ha ocurrido con Londres, de alterar por completo su vieja estética. En unos casos, para bien. En otros, no tanto. Que le pregunten al arquitecto gallego César Portela.
Foster, premio Pritzker de arquitectura en 1999, sumó ayer a este galardón el Príncipe de Asturias de las Artes. El jurado elogió "el alcance universal, la calidad estética y la reflexión intelectual de su obra". Su reacción fue digna de un sir: "Es un inmenso honor y un maravilloso reconocimiento", dijo. Nobleza obligaba. Y el estilo, ya que, a sus 73 años, su capacidad para transfigurar el paisaje de las grandes ciudades -que en la era de la globalización compiten por renovar su imagen a golpe de obras singulares- está fuera de toda duda.
No siempre fue así. Cuando empezó, igual que Bill Gates en su garaje de California, Foster era un aprendiz, algo contestatario, que formó un estudio mítico -Team 4- con Richard Rogers, otro gurú de la arquitectura, y sus respectivas mujeres. Una comandita matrimonial. Las alianzas se fueron disolviendo -Foster está ahora casado con la española Elena Ochoa- y también algunos dogmas progresistas. Tanto Rogers como Foster son hoy día referentes mundiales de la arquitectura, aunque el primero, quizás no tan millonario como el segundo, ha sido quizás más hábil a la hora de combinar los encargos rentables con otras obras mucho más sostenibles. Con mejor prensa. En Sevilla construye ahora la sede de Abengoa, en Palmas Altas.
La apuesta de Foster siempre ha sido la producción arquitectónica integral. En serie. Esta filosofía es la que le ha hecho famoso y envidiado. Sustentada en la innovación y en la concepción tecnológica de la arquitectura (high-tech) sus diseños han hecho escuela. Desde su primer gran éxito -el rascacielos de cristal del Banco de Hong Kong- a la famosa cúpula del Reichstag, en Berlín, pasando por la enorme Torre Millenium (92 pisos y 385 metros) de Londres. Símbolos del poder financiero y político. Hitos de un mundo donde el dinero paga a arquitectos para que su marca no se devalúe. Sus detractores censuran sus edificios porque ignoran el lugar donde se asientan. El desprecio del viejo concepto clásico del topos. Algo de eso hay. Pero nadie es perfecto. Aunque sea millonario.
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