La transición a la escritura: abrigo rupestre de Los Pilones, Los Barrios
Observatorio de La Trocha
Los dibujos abstractos muestran que comienza a darse una intención comunicativa, que el arte pasa de lo figurativo a lo conceptual, del mundo físico al pensamiento abstracto
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En el corazón del Parque Natural de Los Alcornocales, dentro del término municipal de Los Barrios (Cádiz), se esconde uno de esos lugares donde el tiempo parece haberse detenido. Allí, entre barrancos, alcornoques y el rumor constante del viento de levante, se abre discretamente una pequeña cavidad conocida como la Cueva de los Pilones, un enclave rupestre que guarda en su interior algunos de los últimos testimonios del arte prehistórico en el extremo sur de la península ibérica.
A varios cientos de metros al noroeste del sendero principal que sube a enclave de Bacinete, en un valle vecino, se encuentra lo que Henri Breuil denomino la Cueva de los Pilones. Este abrigo, orientado hacia el oeste, sorprende por su sencillez y por la delicadeza de los signos que decoran sus paredes. No son figuras de animales ni escenas de caza como las del Paleolítico, sino símbolos esquemáticos, trazos breves, puntos, líneas y formas geométricas pintadas con pigmentos rojizos. A simple vista pueden parecer simples garabatos, pero tras ellos se esconde una historia fascinante: la de una humanidad que estaba a punto de dar el salto hacia la escritura.
Nos situamos en los últimos momentos de la prehistoria, cuando las comunidades del sur peninsular comenzaban a cambiar su modo de vida. Los antiguos cazadores y recolectores habían dado paso a pueblos que ya cultivaban la tierra, trabajaban los metales y construían poblados más permanentes. Ese cambio también se reflejó en su forma de pensar y de comunicarse. Los signos de la Cueva de los Pilones son, probablemente, una muestra de ese nuevo pensamiento: un arte más abstracto, más simbólico, que ya no busca representar lo visible, sino expresar ideas, conceptos o creencias.
Muchos investigadores ven en este tipo de pinturas un eslabón perdido entre el arte y la escritura. Los signos, repetidos con cierto orden o agrupados de forma intencionada, parecen responder a un código que quizás solo los miembros de aquella comunidad podían entender. No eran simples decoraciones: eran mensajes, rituales o marcas de identidad. Quizá cada figura tuviera un significado concreto, o tal vez formaran parte de un lenguaje común a diferentes enclaves de la zona, conectando a los habitantes del Campo de Gibraltar con otros pueblos del Mediterráneo.
La orientación de la cueva, hacia el oeste, añade un toque casi poético. En determinados momentos del año, la luz del atardecer penetra en el interior e ilumina las paredes pintadas, haciendo brillar los pigmentos rojizos. Es fácil imaginar cómo ese efecto de luz formaría parte del sentido espiritual del lugar. Tal vez allí se celebraban pequeños rituales relacionados con el ciclo del sol, la fertilidad o los antepasados. El hecho de que la entrada esté parcialmente oculta refuerza la idea de que se trataba de un espacio reservado, un santuario íntimo donde se unían arte, naturaleza y creencia.
Hoy, miles de años después, la Cueva de los Pilones sigue siendo un testigo silencioso de aquella etapa de transición entre la prehistoria y la historia. Sus signos, tan simples como misteriosos, nos recuerdan que el deseo de comunicar y dejar huella es tan antiguo como la humanidad misma. En ellos late el primer intento de representar el pensamiento con símbolos, el germen de la escritura que transformaría para siempre nuestra forma de entender el mundo.
Visitar o simplemente conocer la existencia de este enclave nos invita a mirar el paisaje con otros ojos. En cada roca, en cada abrigo natural, puede esconderse una historia milenaria. La Cueva de los Pilones no es solo un rincón arqueológico, sino un puente entre el pasado y el presente, un lugar donde todavía resuena el eco de aquellos primeros artistas que, con un simple trazo sobre la piedra, comenzaron a escribir, sin saberlo los primeros capítulos de nuestra historia.
A simple vista, puede parecer una oquedad más entre las muchas que pueblan el entorno de Los Alcornocales. Sin embargo, en su interior se guarda uno de los testimonios más enigmáticos del arte rupestre del extremo sur peninsular, unas pinturas que, pese a su aparente sencillez, podría representar los últimos ecos del pensamiento simbólico prehistórico y, tal vez, el preludio de la escritura.
En la pared de la cueva se conserva un conjunto de trazos pintados en pigmento rojo ocre, distribuidos con una extraña armonía. Las figuras no muestran animales ni escenas de caza, sino una serie de símbolos abstractos: líneas verticales, arcos abiertos, formas en “U” invertidas y estructuras semicerradas que recuerdan, en cierta manera, a signos o letras de un alfabeto desconocido. Su disposición ordenada, con cierta simetría entre los motivos, sugiere una intención más allá de lo decorativo. No parece un simple acto ritual o espontáneo: hay en ellos una lógica, un ritmo visual, una voluntad de comunicación.
Tal como se puede observar en el calco la situación de cada signo sigue un orden preestablecido conformado en tres líneas donde en la primera línea superior formada por ocho motivos gráficos, pasado a la segunda línea justo debajo de la primera donde el autor de la misma pinto cuatro motivos gráficos, signos muy esquematizados, pasado a la tercera line a inferior que se forma con un solo elemento gráfico. Además, alrededor del conjunto de grafías ordenadas se observan pequeños restos y trazos, puntos de otros posibles motivos que no están completos. Lo motivos representados principalmente pequeñas figuras antropomorfas del tipo golondrina, un circulo de pequeñas dimensiones, trazos verticales con un pequeño trazo horizontal en su parte superior y un signo del tipo “B”, y pequeños trazos de restos de grafías no conservadas en la actualidad.
El color rojo, tan característico del arte esquemático andaluz, fue probablemente obtenido de óxidos de hierro molidos y mezclados con grasa o agua. Su uso no era casual. En muchas culturas antiguas, el rojo se asociaba con la vida, la sangre y la regeneración, símbolos de fuerza vital y de paso entre mundos. En la Cueva de los Pilones, ese color vibrante sobre la piedra clara produce un efecto hipnótico, sobre todo cuando la luz del atardecer penetra desde el oeste la orientación natural de la cueva y aviva el brillo del pigmento. Es fácil imaginar que este juego de luces formara parte de un ritual, una ceremonia o una ofrenda visual a las fuerzas de la naturaleza.
Los especialistas sitúan este tipo de manifestaciones dentro del arte esquemático postpaleolítico, un fenómeno extendido por buena parte del sur y el oeste de la península ibérica entre el Neolítico Final y la Edad del Cobre (hace entre 5.000 y 2.000 años). A diferencia de las pinturas naturalistas del Paleolítico, donde los artistas representaban animales o figuras humanas reconocibles, el arte esquemático se basa en símbolos, en formas simplificadas que evocan ideas o conceptos. Los pueblos que las crearon ya conocían la agricultura, la ganadería y el uso del metal. Vivían en aldeas estables, con estructuras sociales más complejas, y eso se refleja también en su arte: de lo figurativo se pasa a lo conceptual, del mundo físico al pensamiento abstracto.
En este contexto, los signos de los Pilones podrían entenderse como una forma primitiva de codificación gráfica, una tentativa de expresar ideas que ya no podían representarse con imágenes simples. Los trazos se repiten, se agrupan, se distribuyen en secuencias que podrían haber tenido un significado preciso para quienes los ejecutaron. Algunos arqueólogos han sugerido que estos signos, por su grado de abstracción, podrían ser el antecedente directo de los sistemas de escritura que, siglos después, surgirían en el suroeste peninsular, como las inscripciones tartésicas o las primeras grafías del Mediterráneo occidental.
No se trata aún de escritura en el sentido estricto, no hay un código fonético o gramatical identificable, pero sí de una intención comunicativa que va más allá del gesto artístico. Es el paso intermedio entre el símbolo ritual y la palabra escrita: una forma de pensamiento visual organizada. En los trazos de la Cueva de los Pilones late la inquietud de una humanidad que comenzaba a registrar su memoria, a convertir las ideas en signos permanentes sobre la roca.
El enclave, además, está cargado de significado geográfico. El valle del Palmones era un corredor natural entre la costa y el interior, un espacio de paso entre el Atlántico y el Mediterráneo. Desde tiempos remotos, grupos humanos atravesaron estas tierras siguiendo rutas de intercambio y contacto cultural. En ese contexto, no es difícil imaginar que los Pilones actuaran como un lugar de encuentro o santuario donde se realizaban actos simbólicos, quizás relacionados con el tránsito, la fertilidad o la memoria de los antepasados.
Hoy, cuando se observan estos signos silenciosos sobre la roca, cuesta no sentir cierta emoción. Cada línea, cada curva, es una huella de pensamiento. Son trazos que resumen miles de años de evolución mental, de la magia a la razón, del rito al lenguaje. En la Cueva de los Pilones, el ser humano no solo pintó: comenzó a escribir sin saberlo.
Estos modestos signos, apenas perceptibles, representan uno de los momentos más fascinantes de nuestra historia: el nacimiento de la comunicación gráfica, el instante en que el arte deja de ser imagen para convertirse en idea. En ese gesto sencillo una mano que traza una línea sobre la roca se esconde la semilla de todo lo que vendría después: la escritura, la memoria, la historia misma.
Así, en el extremo sur de la península, en un pequeño abrigo olvidado entre los bosques de alcornoques, el último arte rupestre de la prehistoria se convierte en el primer lenguaje de la humanidad. Y los signos de la Cueva de los Pilones, rojos y silenciosos, siguen allí, recordándonos que el pensamiento humano siempre buscó dejar huella, siempre quiso de un modo u otro ser leído.
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