Akamus & Queyras | Crítica

Jean-Guihen Queyras y el efecto Vivaldi

Jean-Guihen Queyras y Akamus en el Espacio Turina

Jean-Guihen Queyras y Akamus en el Espacio Turina / Lolo Vasco

El violonchelista canadiense Jean-Guihen Queyras (Montreal, 1967) reinó en una noche de conciertos italianos por su sonido cálido, ancho, redondo, lírico, de extraordinario refinamiento, pero capaz a la vez de seguir a la Akamus en sus fraseos nerviosos, sus articulaciones rectilíneas y sus acentos marcadísimos.

El arranque, con una suite de la Almira de Haendel, sirvió al menos para un par de cosas: primera, para que Georg Kallweit, principal concertino del conjunto alemán, que alternó su puesto con Yves Ytier, templara un tanto su algo díscolo violín, que empezó algo más chirriante de la cuenta; segunda, para que muchos aficionados conocieran el origen de la popular "Lascia ch'io pianga", nacida de una zarabanda en la que además dejaron ya su marca las magistrales manos del sevillano Miguel Rincón, que con su archilaúd ennobleció todos y cada uno de los movimientos lentos de la velada. En cualquier caso, bastó esa introducción haendeliana para entender que el sonido de la orquesta berlinesa iba a tender a lo agreste, a los ataques agresivos, a los tempi rápidos, cuando no frenéticos, por más que el conjunto fuera capaz también de ensimismarse en pasajes delicados y pianissimi de embeleso, como hizo por ejemplo en el inicio de la Sinfonia al Santo Sepolcro de Vivaldi.

La comparecencia del conjunto alemán, una de las orquestas barrocas más aclamadas del mundo, ofrecía la oportunidad de escuchar conciertos poco difundidos, como los dos napolitanos, algo extravagantes tanto en su forma como en sus abruptos contrastes. En el de Leo, Queyras dejó la seña de la agilidad de su mano izquierda con el segundo movimiento (Con bravura) para enseguida mostrar la finura exquisita de su arco en el Larghetto que lo seguía. El concierto incluye además una bizarra aunque más bien ligera fuga como cuarto movimiento. Más teatral aún es el Concierto de Fiorenza, que sonó agresivo en su arranque y en el que el virtuosismo del solista sobre un acompañamiento de texturas claras (ninguno de los dos conciertos napolitanos incluye partes de viola) parece buscar la imitación de los grandes divos del canto que inundaban entonces, a partir de un estilo surgido de Nápoles, las escenas europeas.

En el Concierto de Platti el brillo y la fogosidad apuntan, como la forma ritornello, a la escuela veneciana de Vivaldi, lo que quedó reflejado en una interpretación extraordinariamente articulada, pese a los tempi elegidos, y de indesmayable vitalidad. Pero fue en el fondo la genialidad del cura pelirrojo la que marcó los momentos más emocionantes de la noche. Dos obras en modo menor de naturaleza muy diferentes, y en ambas la riqueza contrapuntística y el dramatismo dejaron el aura de la gran música. Si en la Sinfonia al Santo Sepolcro la Akamus se esforzó en un fraseo delicadísimo y maravillosamente empastado de arranque, en el Concerto grosso en re menor RV 565 de L'estro armonico, con Queyras asumiendo la parte del cello en el concertino, se logró un soberbio equilibrio entre el fraseo brioso y la intensidad de los acentos con la necesaria claridad de una música de una polifonía cuajada de claroscuros. Normal que para las propinas se recurriera a Vivaldi, primero con el bellísimo movimiento lento de un Concierto para violonchelo, después repitiendo, de modo aún más brillante, el final de ese RV 565 que causó el efecto deseado, llevar al público a aplaudir hasta el delirio.

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