Sin tiempo para morir | Crítica

Craig se corta la coleta Bond con una gran faena

Daniel Craig, en su última aventura como Bond.

Daniel Craig, en su última aventura como Bond. / Universal Pictures

Para despedir a Daniel Craig, Hans Zimmer se disfraza de John Barry (todos los compositores de la serie Bond han tenido que rendirle vasallaje) e incluso incorpora a su banda sonora una de las más hermosas canciones compuestas por Barry para un Bond: el We Have All the Time in the World que interpretó Louis Armstrong en la desafortunada Al servicio secreto de Su Majestad cuyo tema principal también suena. Es significativo el guiño a aquella denostada película no carente de algún valor (la partitura de Barry, el Blofeld de Telly Savalas y la presencia de Diana Rigg, la ex señora Peel de Los vengadores) pero destrozada por la pánfila presencia de Georges Lazenby como imposible sucesor de Connery.

En Al servicio secreto de Su Majestad, tras cinco películas de ininterrumpido éxito, Connery, negándose a seguir, fue sustituido por Lazenby. Sin tiempo para morir supone el adiós de Craig, que también se niega a seguir tras cinco títulos de éxito, y la espera de un nuevo Bond, quizás la afro británica Lashana Lynch que ya ha heredado su OO7. En la secuencia precréditos de Al servicio secreto de Su Majestad Lazenby, un Bond más humano y vulnerable, decía tras ser burlado por Diana Rigg: "Eso nunca le sucedió al otro tipo". Y –con excepción de la falsa boda japonesa de Solo se vive dos veces– fue el primer Bond llevado al altar en un breve matrimonio con trágico final. Las referencias de Sin tiempo para morir a Al servicio secreto de Su Majestad no son casuales.

Craig ha sido desde 2006 hasta hoy el mejor Bond después de Connery. Tampoco es que sea tan difícil, si entre ambos están el único de Lazenby, los siete blandiblú de Moore, los dos del olvidable Dalton y los cuatro del aceptable pero soso gentleman Brosnan. Craig le dio un aire nuevo –humanizado y a la vez muy duro– interpretando producciones cada vez más abrumadoramente espectaculares. La cosa funcionó haciendo vivir cómodamente desde 2006 al héroe nacido al cine en 1962. Era lo adecuado para mantener viva la serie en el siglo XXI en un proceso inteligente pero también algo penoso porque, para competir con las modernas máquinas de hacer dinero, Bond pasó de dictar la moda en el cine de acción a seguirla, imitando las novedades impuestas desde 1996 por los Misión imposible de Cruise y desde 2002 por la saga Bourne.

Uniendo al Lazenby que llora la muerte de Rigg mientras suena We Have All the Time in the World con el Craig que llora a su amada Vesper Lynd ante su tumba, y vinculando así la última entrega de Craig con la primera, Casino Royale, se pone en marcha la definitiva humanización del personaje de Fleming en la medida que pueda hacerse, porque tampoco es que estemos en el universo Le Carré ni que Bond sea un Alec Leamas o un George Smiley. La apabullante espectacularidad funciona (aunque acabe desmadrándose), los malos funcionan (mejor Christopher Waltz que un Rami Malek condenado a cargar con Freddie Mercury), las chicas Bond interpretadas (con empoderamiento) por Léa Seydoux y Ana de Armas funcionan, la nueva 007 Lashana Lynch funciona y la música de un Hans Zimmer rendido a John Barry funciona. Lo que quiere decir que la película funciona cerrando más que dignamente el ciclo Craig por mérito de una costosa, pensada y bien diseñada producción y de una eficaz dirección del flexible Fukunaga, capaz de viajar con solvencia de lo victoriano (Jane Eyre) a lo testimonial (Sin nombre, Beast of No Nation) pasando por una miniserie policíaca (True Detective) para acabar logrando su mayor éxito con esta incursión en el universo Bond.

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