La presencia de Tilda Swinton, musa estelar del nuevo cine de autor, producción y rodaje en Colombia, un guiño a Jia Zhang-ke, a la sazón co-productor de la cinta. Muchas novedades y en realidad ninguna: sólo goce, misterio, búsqueda, forma y fascinación, en el nuevo filme del tailandés Apichatpong Weerasethakul, que sigue fiel a su universo y temas de siempre (de Tropical malady a Cemetery of Splendour), a su estilo pausado y riguroso, aquí más depurado si cabe, a sus encuadres y tiempos sostenidos, al diálogo entre los muertos y los vivos, entre la carne y el espíritu, entre lo animal y lo humano, entre la Tierra y el espacio exterior, entre el presente y el pasado, aquí pretérito insondable.
Mucho más allá de lo impresionista o lo sensorial, Memoria instala ya el elemento sonoro y sus múltiples texturas, volúmenes y matices en el epicentro de su trama y su forma desde su mismo arranque, con ese sonido, “una bola de hormigón que golpea una pared metálica rodeada de agua de mar”, que despertará en mitad de la noche a su médium entre dimensiones, una Swinton que atempera su tendencia al exceso y la máscara para entregarse con generosidad y castellano preciso, poético y cristalino a una mujer que busca e interroga.
Es ella quien, en su obsesión por el origen y la razón de ese sonido primordial y rotundo que resuena en su cabeza, hace caminar al ritmo preciso una película en la que la naturaleza y el cemento echan un pulso constante hasta desentrañar esa vía de acceso, táctil pero también sonora, que permita atravesar la superficie de las cosas e incluso los sueños para llegar a la sima de la humanidad, al origen mismo del tiempo.
Primero en Bogotá, luego en la selva amazónica, entre encuentros y conversaciones fantasmales, descensos abisales y cuadros de humor médico, Memoria roza la superficie de lo real para observarlo y escucharlo de nuevo por primera vez, atentamente, a través de un cuerpo-antena capaz de convocar todas las voces del mundo para proyectarlas sobre la gigantesca conciencia del universo.