La niña de la comunión | Crítica

La niña de la curva en la Ruta del Bakalao

Carla Campra y Aina Quiñones en una imagen del filme que dirige Víctor García.

Carla Campra y Aina Quiñones en una imagen del filme que dirige Víctor García.

El terror made in Spain sigue buceando en los años ochenta como marco idóneo para reactivar viejos asuntos y esquemas del género. En la línea de Verónica, de Plaza, o Malasaña 32, de Albert Pintó, este filme del experimentado Víctor García (Gallows Hill, An affair to die for) viaja al Levante de los pueblos de la Ruta del Bakalao para describir una época (un poco a la manera de Las leyes de la frontera) y unas costumbres que, product placement de Cola-Cao, salón recreativo y canciones de La Unión mediante, podemos reconocer fácilmente como referencias generacionales.

En ese contexto, su historia con muñeca diabólica, niñas desaparecidas y reaparecidas y adolescentes con estigmas e impulsos suicidas se desarrolla con solvencia y buena ambientación para trazar un cuadro de cierta pregnancia siniestra que sabe dosificar los golpes de efecto más o menos convencionales entre otros asuntos tangenciales como el despertar del deseo adolescente, el ambiente opresivo de los pueblos, la emancipación de la familia vigilante o violenta y esas escapadas nocturnas que remiten al caso de las niñas de Alcàsser.

Con todos esos elementos y un cierto control del tono sólo malbaratado por explicaciones y redundancias innecesarias, La niña de la comunión sostiene su tensión artificial con dignidad, presenta en sociedad a dos futuribles estrellas femeninas del cine español, Carla Campra y Aina Quiñones, y deja abierta la puerta a nuevas entregas.