El triángulo de la tristeza | Crítica

Buenos tiempos para el vómito

Una explícita imagen de 'El triángulo de la tristeza', del sueco Ruben Östlund.

Una explícita imagen de 'El triángulo de la tristeza', del sueco Ruben Östlund.

Pensábamos librarnos, pero no ha habido suerte. Toca escribir de este Triángulo de la tristeza con el que el sueco Ruben Östlund sigue cotizando no ya sólo en el discutible orbe del cine de autor europeo, donde ha arrasado a su paso por Cannes o los Premios EFA como ya lo hizo con la insufrible y vacua The Square, sino también, oh sorpresa, en los mismísimos Oscar, a donde llega nada menos que con tres nominaciones a mejor película, mejor director y mejor guion original. Ellos sabrán lo que hacen.

Sigue aquí Östlund mirando el presente desde una particular atalaya auto-atribuida, la del satirista del postcapitalismo (o el arte contemporáneo, o la masculinidad, elijan ustedes) y sus perversiones que tiende inevitablemente a la caricatura y la deformación como sustancias para envenenar el dardo. Se trata ahora de los ricachones y los guapos, de los modelos-carnaza e influencers del universo de las marcas e Instagram y de los oligarcas que se bañan en champán y toman caviar a cucharadas soperas mientras sus armas o sus fertilizantes disparan y apestan lejos de casa.

Encerrados primero en un yate de lujo y luego en una isla desierta salida de un reality, nuestros protagonistas, entes vaciados en aras de la función mecánica, verán truncado su tiempo de solaz por una inoportuna tormenta, un capitán desahogado (Woody Harrelson) y la rebelión de una tripulación entrenada para decir siempre sí a la que las circunstancias pondrá en posición de revancha e intercambio de roles. Suena redoble de ingenio.  

No le vamos a negar a Östlund que la larga secuencia del ‘naufragio’ entre vomitonas y cagaleras (es el año de lo escatológico-arty, qué duda cabe) es bastante divertida en su manejo del tempo, los espacios y la música, como tampoco que más allá de ese tramo su película denota un flagrante desprecio por sus criaturas, las de arriba y las de abajo, y también por los espectadores a los que toma incluso por listos en su calculada pulsación de las teclas de la caricatura de lo ya de por si caricaturesco.

El triángulo de la tristeza suma así un nuevo jalón a una filmografía y una mirada que ni siquiera son las de un misántropo cachondo. El sueco nos parece más bien un cínico ambicioso con pasta y altivez al que todos, sobre todo las instituciones y sus circos, le estamos pagando a precio de oro y prestigio inmerecido su propio crucero hacia la nada. Y para más detalles y conexiones (Babylon y Chazelle, otros que tal), lean por favor el extraordinario y extenso texto de José Miccio en calandracritica.com.