El irlandés | Crítica de cine

Scorsese resucita durante una hora y pico

Joe Pesci y Robert De Niro, en una escena de la última película de Martin Scorsese.

Joe Pesci y Robert De Niro, en una escena de la última película de Martin Scorsese.

En las tres horas y media de duración de El irlandés Scorsese nos da tres películas en una. Durante la primera hora ofrece más de lo mismo: gánsteres italoamericanos, ascenso en una famiglia de un camionero irlandés convertido en sicario de confianza, encadenamiento de canciones (sobre todo música de las grandes orquestas de los 50 como las de Jackie Gleason, Pérez Prado o Percy Faith), penumbras de restaurantes y bares, cochazos, esposas horteras a juego con sus maridos de trajes chillones y anillos... Solo se distingue del largo declive del director por una mayor contención estilística –como si le hubiera dado un Valium diluido en tila a su fiel montadora Telma Schoonmaker– que se agradece.

La última hora es más interesante: el otoño de los gánsteres. Viejos, encarcelados y afectados por todas las miserias y males de la edad. Es mejor que la primera parte, pero le falta fuerza melancólica. Lo humano cotidiano nunca se le ha dado bien a Scorsese. La relación entre el envejecido protagonista y una de sus hijas carece de la hondura que ha dado Eastwood a este tema que aparece obsesivamente en sus películas.

Entre la primera y última parte hay una hora y pico prodigiosa, lo mejor y más original que ha rodado Scorsese desde Casino, su última obra maestra a la que han seguido películas que no están a la altura del genio que nos deslumbró entre 1975 y 1995. Aparece aquí un Scorsese a la vez fiel a lo mejor de sí mismo y nuevo.

Protegido por el mafioso Buffalino (Pesci) el camionero irlandés convertido en sicario de confianza Frank Sheeran (De Niro) ha ascendido hasta convertirse en el hombre para todo y amigo del poderoso Jimmy Hoffa (Pacino). Pero este se ha enfrentado al poder político y los capos deciden su eliminación. Scorsese cuenta de forma seca y opresiva –hay ecos del cine negro francés, de Becker a Melville, aludidos por el uso en la banda sonora del tema musical de Touchez pas au grisbi– cómo el círculo de muerte se va cerrando en torno a él pese a los intentos de su amigo Sheeran por advertirle hasta que finalmente se le ordena asesinarlo. En este trozo de El irlandés nace un nuevo Scorsese que depura su trayectoria anterior, el conflicto de fidelidades de Sheeran alcanza una seca hondura dramática que nunca había tenido su cine y el trío Pesci, De Niro y Pacino alcanza su cumbre interpretativa.

Hay una parte prodigiosa, lo mejor y más original de Scorsese desde 'Casino'

Por qué alguien capaz de rodar este magistral trozo de cine le añade los otros dos, previsibles y rutinarios, es un enigma que repite el de por qué quien rodó esas obras maestras entre el 75 y el 95 ha rodado tantos churros. Hay dos claves para explicar los desequilibrios de El irlandés. Como protagonista el personaje de De Niro no tiene la consistencia suficiente para sostener las tres horas y media de metraje. Se lo comen los personajes secundarios que, además de ser más interesantes, se benefician de unas interpretaciones extraordinarias de Pesci y Pacino que superan a la muy buena de un De Niro preso –aunque menos de lo habitual– de sus tics. Los tres son sometidos con éxito a retoques digitales para rejuvenecerlos o envejecerlos.

Otra clave es que el guion del irregular Steven Zaillian –capaz de lo mejor (La lista de Schindler) y lo peor (Hannibal, Exodus)–, que ya había trabajado con Scorsese en Gangs of New York, no acierta en la estructura de incluir un flash back (el viaje de Pesci y De Niro en el que se consuma el fin de Pacino) dentro de otro (De Niro viejo recordando desde su postración en un asilo). Tiene muy buenas líneas de secos diálogos, especialmente los circunloquios, silencios y miradas con los que se dan las órdenes de muerte. Y, desde luego, el planteamiento de esa hora larga de grandísimo cine. Pero la estructura no acaba de funcionar y el protagonista no tiene el atractivo salvaje de los Travis, La Motta o Rothstein que De Niro interpretó para Scorsese. No porque este personaje sea frío, metódico, autocontrolado, carente de escrúpulos, con la lealtad a sus jefes como su única moral de sicario, sino porque no tiene la entidad dramática suficiente para ser la clave de este largo arco.

En cualquier caso, cabe felicitarse por la resurrección del mejor Scorsese al menos durante más de una hora de su larguísimo metraje. Añade interés que la película sea también un amarga revisión de la historia de los Estados Unidos desde la reinserción de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial al Watergate pasando por la alianza entre los Kennedy y la mafia, Bahía Cochinos y el magnicidio de Dallas.

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