Cuando el poder olvida la historia
Reflexión de un historiador sobre el valor de recordar en política
El ex presidente andaluz Rafael Escuredo alerta de la polarización: "En la Transición, los políticos nos respetábamos"
Como hijo y nieto de quienes padecieron las consecuencias de la guerra civil española, me resulta inevitable observar con cierta preocupación el modo en que algunos discursos y actitudes políticas actuales evocan, en su forma y en su justificación, los argumentos que en el pasado precedieron a aquel desastre nacional. No se trata, naturalmente, de equiparar épocas ni de dramatizar los hechos; la España de hoy es una democracia consolidada, con instituciones legítimas y un marco de libertades que costó décadas recuperar. Pero precisamente por eso, por el precio que tuvo su reconstrucción, conviene mantener la lucidez crítica frente a cualquier deriva que, en nombre del bien común, erosione los principios del Estado de Derecho.
En 1936, quienes se alzaron contra el orden constitucional vigente afirmaron actuar "por el bien de España", en defensa del orden y de la unidad nacional. Decían hacerlo movidos por el "amor a la patria" y por la "necesidad" de poner fin al desorden político. Aquella retórica, paternalista y redentora, sirvió para justificar una dictadura que, durante casi cuarenta años, anuló las libertades políticas y la pluralidad de pensamiento. No fue el odio declarado lo que destruyó la convivencia, sino el convencimiento de que había que suspenderla temporalmente para salvarla.
Hoy, en un contexto muy distinto, resuenan a veces ecos de aquella lógica. Cuando se invoca el bien general para imponer decisiones unilaterales; cuando se justifica la excepcionalidad como norma o se relativizan los límites legales y éticos en nombre de la urgencia; cuando la política se ampara en la emoción o en el miedo para legitimar sus actos, conviene recordar lo aprendido. Las democracias no se quiebran de pronto, sino que se desgastan lentamente, a través de la desconfianza, la polarización y el descrédito de las instituciones.
El estudio de la historia enseña que el deterioro democrático no siempre adopta formas violentas. Puede manifestarse en el lenguaje: en el uso de palabras como "enemigo", "traidor" o "corrupto" para etiquetar al adversario político; en la banalización del insulto; o en la creencia de que la discrepancia justifica la descalificación moral. La historia reciente de Europa muestra hasta qué punto la manipulación del miedo, la urgencia o el patriotismo mal entendido pueden abrir la puerta a formas suaves de autoritarismo.
La confusión entre gobierno y Estado, entre la lealtad institucional y la obediencia partidista, es otro de los síntomas más preocupantes de ese desgaste. La autoridad política no puede confundirse con la propiedad de las instituciones, ni el poder con la verdad.
No se trata de mirar atrás con amargura, sino de hacerlo con responsabilidad. Recordar lo que ocurrió no es alimentar divisiones, sino fortalecer la conciencia cívica. La memoria no debe ser instrumento de revancha, sino antídoto frente a la indiferencia. Solo una ciudadanía atenta, educada en el sentido histórico, puede evitar que los errores de ayer reaparezcan disfrazados de necesidad o de virtud.
No es esta una advertencia dirigida a un tiempo o a un gobierno concreto, sino una reflexión que vale para todos, ya que cada generación corre el riesgo de creer que sus fines justifican sus medios. La historia enseña, sin embargo, que esa tentación acaba siempre debilitando aquello que pretende proteger.
Por eso, más que preguntarnos quién tiene razón en la disputa política, conviene preguntarnos si el modo de ejercer el poder respeta la ley, el equilibrio institucional y la verdad. La democracia no se mide solo por el número de votos, sino por la calidad de su conducta pública. Si el régimen del pasado se definió como una "democracia orgánica", quizá hoy debamos prevenirnos contra una "democracia convenida"; aquella que se sostiene más en el intercambio de intereses que en los principios que deberían inspirarla.
En tiempos de ruido y de exaltaciones fáciles, recordar sigue siendo un acto de civismo. La memoria no divide: advierte. Y su advertencia es siempre la misma: que ningún fin, por noble que parezca, justifica jamás la renuncia a la libertad, a la ley ni a la dignidad de la palabra.
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