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Tras el Itinerario Antonino: Primera etapa, Gibraltar-Los Barrios

Caminos históricos

El Itinerario Antonino revela rutas antiguas y describe detalladamente cómo el histórico camino entre Malaca y Gadis articuló el territorio peninsular

El recorrido contemporáneo recrea etapas milenarias y conecta vestigios arqueológicos y paisajes que evidencian la importancia histórica del Campo de Gibraltar

Etapa primera del Itinerario Antonino.
José Juan Yborra Aznar, José Ballesteros Rojas y Adolfo Martos Gross

23 de diciembre 2025 - 04:00

Primera etapa

El Itinerario Antonino es una obra antigua que ha adquirido para muchos una condición atemporal de tanto ser nombrada -a veces en vano, como desaconsejan los preceptos más ortodoxos-. Aunque toma su nombre del emperador Marco Aurelio Antonino, Caracalla, que ejerció este cargo hasta el 217 de nuestra era, la copia más antigua conservada es de un siglo posterior, ya en época de Diocleciano. En ella se detallan un total de 372 rutas entre otras tantas ciudades del Imperio; de todas ellas, 34 se ubican en Hispania. Lo que para algunos es una mera recopilación de etapas seguidas por algún emperador o ejército, para otros se trata de una guía o archivo oficial de calzadas romanas de primer orden; una relación de mansiones efectuada con fines recaudatorios; un compendio de varios documentos o, simplemente, una balbuceante y primeriza guía de viajes.

Del total de recorridos trazados entre los Pirineos y el Estrecho, el número 6 enumera las etapas en las que se vertebra el que discurría entre Malaca y Gadis. Precisamente su tramo central es el que fluía por el actual territorio del Campo de Gibraltar. La cuarta etapa, que se alargaba durante seis millas romanas, se iniciaba en Calpe Carteiam y concluía en Portu Albo; la siguiente partía de ahí hasta Mellaria a lo largo de doce más y la siguiente concluía en Belone Claudia tras recorrer otras seis.

Con el impulso de los viajeros curiosos y con el referente del sentido común hemos querido recorrer mil ochocientos años más tarde los lugares por donde pudo discurrir este histórico y renombrado trazado. Decidimos partir desde las puertas de la antigua Calpe y, tras alcanzar Carteia, dirigirnos a la otra gran ciudad romana que se alzaba al otro lado de las columnas del antiguo y mítico Fretum: Baelo Claudia. Describimos este recorrido a lo largo de otras tres etapas, en las que hemos seguido sendas que cualquiera puede transitar en la actualidad, libres de prohibiciones o insalvables obstáculos. Este es nuestro particular diario de viaje, cuyo objetivo más relevante es poner en valor la trascendencia histórica, cultural, geográfica y natural de un territorio que siempre fue de paso.

Mapa de las tres etapas del Itinerario Antonino.

Iniciamos nuestro camino en las antiguas Puertas de Tierra de Gibraltar, en la embocadura del túnel que lleva a las Casamatas. Rotuladas ahora como de España, sirvieron como telón de fondo de nuestro punto de partida: un telón decimonónico y encalado, con puentes elevados de andar por casa, ajados listones de madera e inservibles cadenas que ya no alzan nada. Salir caminando de la Roca llevaba implícito cruzar la pista de aterrizaje del aeropuerto por un paso de peatones poco habituado a distancias largas, botas, bordones y mochilas. El asfalto, orientado a levante, fue bandeja del alba; patena de un cielo azul naciente que empezó a clarear la inmensa pared de caliza blanca y negra como una fotografía dentro de la cubeta de revelado en color.

Salida de Gibraltar.

El paso por la aún vigente frontera fue rápido, propio de una hora tan tempranera, y llegamos a La Línea sin apenas compaña: sin motos, sin ciclistas, sin faros en busca de carriles sin objetos para declarar. La avenida costera de poniente coincide con el sendero Paseo del Sur. Al principio, un bosque de mástiles sin velas se empeñaban en amenazar en vano un cielo cada vez más alto y pleno, mientras los bloques de viviendas fueron dando paso a viejos chalés de cúbicas torres que tanto han visto y tanto han callado. Un segmentado malecón azul inmaculada sostenía la costa en toda su extensión: desde África hasta los suaves declives de la sierra de la Horca, el Algarrobo, Luna, las Esclarecidas, la Palma y allá, al fondo, la Cruz del Romero, referente geográfico del primitivo camino y de nuestros diligentes pasos.

Al cruzar el Cachón, hoteles y balnearios en sepia han sido sustituidos por desacompasados edificios, mientras los pretéritos puestos de vigilancia son ahora rellenos y grúas. Llegamos a la rotonda de Campamento y evitamos la carretera nacional dirigiéndonos a la tranquila calle que bordea Crinavis desde lo alto, entre aceras orilladas de sufridas grevilleas y altos muros coronados de aire. Algún drago y alguna superviviente palmera canaria se alzan como testigos del perfil residencial de unos pagos donde nacieron elitistas deportes con acento inglés, como se encargó de recordarnos un jóquey de verde bronce que recibía los rayos de un sol todavía bajo.

El camino frente a la torre del Rocadillo y Carteya.

Entre paseos de palmas y astilleros a babor, alcanzamos la encuadrada playa como náufragos de naturalezas perdidas. La orilla era estrecha, curva, y viraba hacia el oeste en un lugar hermoso e intervenido; un lugar que se extendía entre arcos de mar perfectos y ostentosas verticalidades humanas. Con un fondo de trazos industriales, caminamos al compás de la marea sobre el fino sablón salpicado de conchas, junto a viejas fachadas de planta baja acostumbradas al mar y a sus cimientos. Seguimos a la sombra de la sal y de las olas hasta que un espigón nos desvió al Cachón de los Gallegos. Allí, un renombrado puente de venerables ladrillos e impostado hormigón era muestra de la metamorfosis de un camino histórico bajo el que corren ahora los aliviaderos de centrales térmicas.

Seguimos hacia el oeste por un recién habilitado carril que discurría entre multicolores depósitos llenos y blancas tapias de cementerios vacíos. Desde el camino observamos un planificado dédalo de tubos, conductos y tanques junto a un mar rotundo y pleno, tan rotundo y tan pleno como el más alto cielo de poniente que un aciago mayo se vio teñido de estruendo y muerte. Tras amables curvas jalonadas de cañaverales, acebuches y salitre, divisamos tras descascarilladas vallas y alambradas, la torre del Rocadillo, antesala de lo que fue Carteia. Poco se ve de las ruinas desde una carretera con poco tránsito en festivo; una carretera que desembocó en una rotonda que reivindicaba el carácter marinero de la desembocadura del Guadarranque. Nos adentramos en el poblado en busca de recuerdos perdidos y encontramos fachadas en ruinas y vacíos callejones frente a un río sobre el que se reflejaban una colosal chimenea de hormigón y espacio y un liviano puente de gas y acero.

Cruce del arroyo de la Madrevieja.

Repusimos fuerzas en un área recreativa junto a una dehesa repoblada de algarrobos y acebuches autóctonos antes de cruzar el arroyo de la Madrevieja por un puente foráneo de elípticos vanos y recién puesta madera. Entre parques de carbón y centrales térmicas, cruzamos antiguas marismas que antaño constituyeron el paleoestuario del río. Circunvalamos cuadriculadas instalaciones solares hasta llegar a la base del cerro del Prado, donde los primeros asentamientos púnicos de la primitiva Carteia yacen ocultos bajo depósitos de gas y toneladas de incuria. Tras pasar frente a campos de fútbol, hostales y rotondas nos topamos con la autovía por donde todos circulamos en automóvil. Utilizamos su acera más cercana para cruzar un puente construido en años del desarrollismo, como atestigua un hermoso azulejo de otros tiempos, invisible entre la velocidad y los quitamiedos. Una vez traspasado, abandonamos el asfalto para descender al cauce del río; caminamos por un sendero bajo los puentes y, a través de un cañaveral recién cortado, nos dirigimos hacia poniente entre jóvenes eucaliptos en busca de una vía férrea que alcanzamos a la altura de la antigua caseta del guardagujas. A través de una empinada senda llegamos al carril de la Pasada de Jimena, dejando a nuestra derecha las inmensas frondas que ocultan el palacio de Guadacorte, cuya británica y noble factura se esconden ante la mirada del caminante.

Tras abandonar boscosas umbrías, penetramos en una sucesión de vías urbanizadas y cuadrangulares parques donde conviven venerables chaparros con jóvenes araucarias. En dirección suroeste desembocamos en un amplio descampado donde un solitario pino nos guio hasta uno de los hitos del antiguo camino: la venta del Carmen, ahora convertida en corral para ganado retinto. Sus soberbios sillares, portones y ventanas ya no ven pasar viajeros, sino becerros con poca vida por delante. Poco se ve de los alfares, poco de antiguos asentamientos, menos aún del valor geoestratégico del espacio. Solo una hilada de viejos olmos marca la trayectoria de la vía, que desciende hasta una vieja encrucijada de calzadas, donde hoy se alza como extinta reliquia el conocido como Puente Romano, cuyos encajados cimientos de lamidos bloques han sostenido pisadas y anhelos: demasiadas pisadas y demasiados anhelos. Seguimos la carretera hasta la estación férrea de los Barrios y bordeamos el cerro Blanco por su base, donde se alzan el cortijo homónimo y el de las Pilas, erigidos ambos sobre una elevación de lo más estratégica. Este lugar lleva en su toponimia la albura clásica de un nombre que es el mismo que el Portu Albo de itinerarios y crónicas; el espacio custodia en su despojada tierra la blancura de su sedimentario origen y guarda en sus entrañas el trazado del antiguo camino, que debía de seguir por niveles superiores a la antigua línea de costa, bien cercana. Hoy, un cerro testigo de verde cresta encubridora y empinadas laderas blanquecinas se ha convertido en referente contemporáneo de una zona muy dada a los olvidos.

La Venta del Carmen, en la actualidad.

Al llegar al Pozo Marín, nos desviamos por una pista que pasa bajo la autovía de Jerez. A la altura de una pareja de fortines, comenzamos el ascenso del cerro del Ringo, que nos llevó a las alturas del yacimiento del Puente Grande, prueba de antiguos poblamientos, villas y vestigios. Desde allí, la bajada hasta Los Barrios tuvo la facilidad de los finales cercanos. La réplica en impostada arenisca de la Montera del Torero nos dio la bienvenida a una ciudad ahora de interior, a un territorio que hace milenios estaba al borde del antiguo estuario del río Palmones, a un espacio donde confluían caminos como el que ahora cursamos.

Llegada a Los Barrios.

El cerro Blanco, el del Ringo, el vado de los Pilares, la Almoguera, el monte de la Torre, son hitos que rodean y seducen a los caminantes con la insistencia de los pálpitos que nunca cesan; son nombres que forman entramados de sugerencias que será necesario aclarar con el rigor de la ciencia y con la disciplina de los más atinados estudios; son nombres que nos mueven a volver aunque concluyamos aquí la etapa.

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