De cultura y tauromaquia
Tribuna de opinión
"Si la fiesta taurina desaparece sin diálogo, sin regulación democrática, sin implicación de los sectores que la viven, puede abrirse un vacío: la marginación de la cultura popular", defiende el autor
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Creo firmemente que “cultura” no es simplemente el entretenimiento que el mercado impone, sino el tejido simbólico mediante el cual una sociedad genera sentido, identidad y comunidad. Desde esta perspectiva, la fiesta taurina —con su ritualidad, su estética, su vinculación al paisaje rural, a las ganaderías, a la dehesa, al sacrificio, a la celebración del riesgo y del arte— puede entenderse como una expresión compleja, contradictoria quizás, pero genuina de una cultura popular arraigada.
Según el Ministerio de Cultura: “La fiesta de los toros forma parte de la cultura popular española y de su historia”. Así, se podría argumentar que desecharla de un plumazo, como han solicitado casi 700.000 firmas de iniciativa popular, implicaría dejar de reconocer una forma de cultura de amplios sectores populares, perdiendo, además, la posibilidad de democratizar la cultura, facilitar su acceso y reconocer su pluralidad.
Incluso desde una convicción progresista, la preservación de las formas culturales locales tiene importancia porque ayudan a articular lo común, a dar voz a lo popular frente a lo homogéneo y mercantil. Sin duda, la fiesta taurina conecta con realidades rurales, con ganaderías de lidia, con formas de vida vinculadas al territorio que no encuentran siempre espacio en el discurso dominante urbano-global. Erradicarla sin matizarla puede suponer una forma de desarraigo, una marginalización de comunidades cuyas generaciones han vivido esa cultura. En este sentido, creo que se debe mostrar sensibilidad hacia esos sectores, hacia esos lazos culturales, sin caer en la simple exaltación, pero sin imponer desde la marginación.
El reconocimiento cultural permitiría que esos territorios y sectores tengan voz, que su cultura no sea estigmatizada.
Uno de los argumentos habituales en favor de la tauromaquia es su valor artístico: desde Francisco de Goya a Pablo Picasso, pasando por Federico García Lorca…, la imagen del toro, de la plaza, del torero, ha inspirado pintura, literatura, cine y ha arraigado profundamente en la mitología popular.
El arte no debe definirse únicamente en una sala de exposiciones: la forma en que un cuerpo, un toro, un ruedo y un público se encuentran, también puede abrir preguntas estéticas, morales, críticas. Reconocer la fiesta taurina como parte del patrimonio cultural no significa dejarla incuestionada, sino darle el espacio de reflexión, de transformación, de debate, en vez de suprimirla por decreto y perder su capacidad crítica.
La idea de que la prohibición es la única vía no siempre responde a los intereses de justicia social o de ciudadanía. Si la fiesta taurina desaparece sin diálogo, sin regulación democrática, sin implicación de los sectores que la viven, puede abrirse un vacío: la marginalización de la cultura popular, la pérdida de empleo, de identidad, de tejido social. ¿No sería mejor regularla para minimizar el sufrimiento, incrementar la transparencia, fortalecer la ganadería de lidia sostenible, articular un nuevo contrato social en torno a esos festejos, antes que eliminarla abruptamente?. No olvidemos, como ya apuntan algunos argumentos a favor, que la raza del toro de lidia se conserva gracias a esta tradición.
Finalmente, incluso desde una posición progresista, tiene sentido defender el reconocimiento de los toros como cultura. Primero, porque la izquierda histórica ha reivindicado la autonomía de la cultura frente al mercado, ha defendido la cultura popular, las expresiones que no vienen solo del centro urbano o de élites. Suprimir una tradición que aún es significativa para muchos puede ser un acto de elitismo cultural. Segundo, porque defender la pluralidad de lo cultural implica también soportar tensiones, contradicciones. La fiesta taurina tiene elementos que nos incomodan (la muerte, el riesgo, el sufrimiento animal), pero quizá desde esa incomodidad se puede generar un debate transformador y democrático. Tercero, porque si se renuncia a reconocer formas culturales contracorriente o en tensión, se corre el riesgo de ceder todo el terreno simbólico al conservadurismo que puede defenderla sin crítica y sin transformación.
En definitiva, se trata de asumir la cultura como espacio de emancipación, de ciudadanía, no como mero folklore o espectáculo. Sí, reconozco que la fiesta taurina plantea conflictos éticos y morales que no pueden ser soslayados. Pero, en mi opinión, debe mantenerse dentro del marco del reconocimiento cultural, para poder transformarla, regularla democráticamente, abrirla al debate y defenderla como parte del patrimonio cultural de amplios colectivos. Desecharla sin más podría ser tanto una renuncia a la pluralidad cultural como una forma de elitismo que abandona los territorios y personas que la viven. Así pues, parece razonable un reconocimiento cultural de la tauromaquia —no sin crítica y susceptible de reforma— como manifestación de arte, identidad, territorio y comunidad.
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