El perrito feliz
Cuentos de estío: Los animales felices
A Noelia y Fran,
Bragança 2018
Érase una muchacha entristecida porque vivía, cosas de estudio, muy lejos de su casa y de su familia. Para colmo érase la melancolía de una ciudad del Norte de Portugal, con su centro histórico y el abandono bla bla bla; érase una ciudad prehistórica, decía un lugareño, y por ella caminaban los “dinosaurus”, añadía. Todo era un poco gris, ruinoso, de fondo la ciudad nueva exagerada en lo nuevo, como insultando al centro con historia, pero perdiendo esa batalla de tiempo frente al castillo, en un monte opuesto manteniéndose firme y limpio contra el paisaje de sierra tocado por el dedo de Dios.
La muchacha transcurría sus días largos como semanas, las semanas como meses, pendiente de un muchacho que la traía a la vida y que, poco a poco, le hizo aclimatarse al horario, las comidas, la luz y la soledad, que compartida es menos. Las tardes sin fin se llenaron de amigos, bares, cafés, copas y alguna vuelta a casa misteriosa por calles dejadas del hombre que traían de nuevo a la melancolía.
Un día la muchacha y el muchacho fueron a una aldea en el trasmonte aquél del Noreste de la ciudad, pasearon por un pueblecito partido por una calle y un puente romano, un pie en Portugal y otro en casa, y deambularon degustando el otoño: uvas negras, moras maduras, higos, manzanitas serranas, peras como limones, y en los pajares de las casas los viejos, sentados sempiternos, sin movimiento, con la felicidad de la repetición y la seguridad de no necesitar nada y ni siquiera tener más ambición que el camposanto común, tranquilo y con vistas al valle; en los pajares que eran cuadras antiguas debajo de las casas de pizarra, repletos de desorden, aperos rotos y rincones para los ratones y los gatos, hacían orujo con los restos de la vendimia: y olía a leña quemada y a alcohol goteando groseramente de los sencillos alambiques de latón: un cubo recogiendo el aguardiente fuerte como el acero, pleno de graduación barata y consuelo del silencio aldeano, y la muchacha y sus amigos probaban de él y un vapor ardiente les subía de la boca al cerebro sin pasar por la barriga… que se calentaba al rato. Así paseaban por aldeas que las vacas atravesaban con la tranquilidad de no saber, despaciosas y gordas. Y almorzaron sus carnes jugosas a la brasa, bebieron el vino y comieron el pan y fueron al río por dar una vuelta.
Vieron al perro, se les acercó el pastor alemán de ojos marrones y sonrisa fácil. Comenzó a juguetear alrededor y, cambiaran o no de dirección, allá iba el perro, feliz, correteando como si la vida le fuera en ello y ella empezó a ilusionarse porque era igual que el de casa y ya lo quería como si fuese el suyo, su perro cariñoso, zalamero, el que se le apretaba en las piernas para sentir su calor esperando una mano de caricia fuerte que apretara su pelo con la intimidad desnuda del cuerpo. El perro le trajo la tristeza iterada pero, a la vez, la felicidad de haber transgredido el tiempo y el espacio y viéndolo correr era como estar de nuevo en casa. El perro era feliz y ella estaba feliz, paseaban por el río y el animal galopaba de acá para allá, catando el agua, volvía otra vez, se alejaba apareciendo como si le faltara la vida y ella pensaba: “Yo me lo llevaría” porque apenas en un rato breve se había hecho con sus sentimientos, ya sentía con él, su perro, tan alegre, tan contento, tan feliz…
Y comenzaron a regresar caminando hacia los coches, el perrito a su vera y ella con las ideas confundidas porque ya lo tenía claro: era su perro, aquí ése era su perro. Y el pastor alemán vio a otra familia y se fue con ellos; la muchacha hizo un gesto de consentimiento que transcurrió de la compasión al implorar, porque el animal feliz no volvía la cabeza y correteaba junto a la familia nueva y, conforme se alejaba, ella mantenía la memoria y el amor pero él, el perrito: el olvido, la felicidad, la alegría de vivir el cariño de un instante y nada más, porque era un perrito feliz.
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