El caracol feliz
Cuentos de estío: Los animales felices
Para Frank Escuálido, gastropodófilo
Érase un caracol feliz que dejaba su huella húmeda en una pared. Había llovido, el calor seguía colgado del sol y la verdura ya engordaba como queriendo ofrecerse para pasto de los animales; el caracol bajaba por la pared del edificio a toda velocidad en su mundo parsimonioso, ralentizado, su vida en la que lo real de un minuto es una hora nuestra, en la que un sonido es una losa enorme que lo cubre todo y la luz un brillo despacioso y gordo que envuelve tu concha.
El hombre pasó y admiró el tamaño y la belleza de la gran espiral del molusco pero lo hizo un instante porque su escala era otra y entraba a trabajar y no podía detenerse y al cabo de un momento ya se había olvidado del caracol y su hermosura.
Taimado, laborante, probando cada movimiento, el animalillo perseguía la humedad verderona del campo y atravesaba lo inhóspito del hormigón de la terraza. De repente se hizo la oscuridad, un extraño frío recorrió con ventolera inesperada el suelo por el que el caracol feliz dejaba su resto de baba. Sus cuernos al sol se retrajeron y esa oscuridad se transformó en una presión gigante y un sonido como de cristal roto que no supo identificar, entonces sintió el cemento pegado a su carne mojada y un ahogo terrible... hasta que ya no sintió nada. El hombre, con su vida veloz, había olvidado algo en el coche; no vio al caracol feliz.
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