La perrita feliz

Cuentos de estío: Los animales felices

Ilustración de 'La perrita feliz'
Ilustración de 'La perrita feliz' / ChatGPT

Llevaba unos días arisca y gruñona, alejando de su vera a los dos machos de la casa; pequeñita y alcatufilla peluda, la perrita tenía genio para distribuir y con su voz de agudo chirriante espantaba a los machotes pesados. Era el celo. Se ponía tonta antes. Pero, de repente, allí atrás, notó inflamarse su vulva y comenzó a caminar empingorotada. Tenía la gracia, la fuerza, la fe, la vida, andando como una gansa cuadrúpeda que meneara sus cuartos posteriores sin darse importancia; con la galanura de la belleza involuntaria igual que esas humanas, quienes sin saberlo derraman el sexo más bruto bajo un descuido, la astrosidad o hasta la inocencia impostora.

La perra empezó a notar un oreo soplándola, aprendiz del Céfiro con las yeguas de Cádiz, que las preñaba como el aliento o la palabra de un dios. Se inició en la involuntariedad de un atisbo de calor que enrojecía pieles de dentro y de fuera. Entonces se fue hacia el más jovencito de los machos, tumbado aburrido al sol sin objetivo en lontananza, se apostó en lo alto de su lomo y él se dejaba hacer; plantó su panza sobre su espalda y, sabia de instinto, la perrita vieja comenzó a apretar y a resfregar la entrada de su vagina contra el otro dibujando una letra lúbrica en el aire, una vez, más, como calambre inevitable, y se vio cual se sentía: como una perra feliz.

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