El chivito feliz

Cuentos de estío: Los animales felices

Ilustración de 'El chivito feliz'
Ilustración de 'El chivito feliz' / ChatGPT

Una parte del Claustro, cosmopolita y colaboradora, no veía mal que aquel antiguo alumno del pueblo hubiera situado su próspero nuevo huerto frente al aulario, aunque algunos maestros ya mayores miraran con recelo la actividad de ése a quien consideraban, sin motivos, claro está, un delincuente más que en potencia, quejándose de la escandalera permanente de la perrera insalubre situada a la vista del alumnado; la sensación de orden y de armonía de aquella parcela cuidada se dejaba interpretar como una imposición de la madurez, y de la confianza transmitida, se atrevían a pensar los modernos pedagogos.

Muchas mañanas frías de invierno, la chiquillería aburrida de las clases miraba al chivito deambular o mamar con su madre cabra; hubo docente que usó esa natural condición para sus técnicos estudios e incluso iniciaba cada jornada saludando al animalillo cuyo balido débil resonaba en las aulas. Los niños miraban rudos, herederos de sus padres; las niñas dóciles, herederas de sus madres; y aquel muchacho emprendedor acariciaba a su cabrito con todo el aprecio y sus deseos mejores, llegó a cogerlo entre sus brazos como si de un niño pequeño se tratara y, mientras la rehala de perros ladraba insistentemente hasta convertirse en una molestia para el magisterio mayor que trataba de enseñar Matemáticas, agarró su carita borrega con gratitud y amor mirando hacia el Naciente y le sajó el cuello de un tajo que hizo brotar un pequeño caño de sangre fina, roja y humeante que selló un rato el silencio de los niños de colegio.

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