Conciencia política y sanidad
Tribuna libre
La salud es un derecho universal. No debería depender de la cuenta corriente, del tipo de póliza contratada o del lugar de residencia
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En un momento en que las desigualdades sociales se profundizan y el acceso a derechos básicos se convierte en un lujo para muchos, emerge una pregunta que incomoda por su crudeza: ¿qué clase de conciencia tiene un político que, con plena intención, impulsa la privatización de la sanidad?
La salud es un derecho universal. No debería depender de la cuenta corriente, del tipo de póliza contratada o del lugar de residencia. Sin embargo, cuando se plantea su gestión con criterios de rentabilidad, se pasa de considerar al ciudadano como paciente a tratarlo como cliente. En ese tránsito, lo importante deja de ser la salud pública para convertirse en la plusvalía de unos pocos.
Los políticos que apuestan por este modelo lo hacen, generalmente, bajo tres formas de conciencia. Algunos están cegados por una ideología que sacraliza al mercado, creyendo ingenuamente que la competencia mejora todo. Otros actúan con plena lucidez, sabiendo que excluyen a millones, pero aceptando ese daño colateral en favor de un supuesto progreso o de intereses económicos particulares. Y los más peligrosos, aquellos que ni siquiera consideran que todos merecemos los mismos derechos: para ellos, la desigualdad es parte natural del orden social.
Privatizar la sanidad no solo implica excluir a quienes no puedan pagar, sino también precarizar la atención de quienes sí puedan. Porque en el negocio de la salud, lo que importa no es curarte, sino rentabilizarte. Y eso significa que la atención será tanto más limitada y segmentada cuanto menos “rentable” seas.
La pregunta por el alma del político que impulsa este modelo es también una interpelación a la sociedad: ¿cómo hemos llegado a normalizar que se mercadee con nuestra salud? ¿Por qué aceptamos sin reacción que el sufrimiento de muchos sea el negocio de unos pocos?
Si una decisión política se traduce en enfermedad, abandono y muerte, entonces no es una política, es una agresión institucionalizada. Y quien la promueve, lejos de servir al interés público, ha perdido el vínculo esencial con lo humano.
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