A VISTA DEL ÁGUILA

Los nuevos hoteles de Algeciras

  • En la segunda mitad del siglo pasado, nuevos hoteles marcaron apreciables cambios de tendencia que Miguel Ángel Del Águila fotografió oportunamente

El hotel Bahía, Algeciras

El hotel Bahía, Algeciras / Miguel Ángel del Águila

Hasta bien entrado el siglo pasado, la mayor parte de los establecimientos hoteleros se ubicaron en la zona baja de la ciudad, concentrándose los de mayor porte en la desembocadura del río, puesto que los viajeros buscaban hospedaje cerca de un puerto hasta donde llegaban las vías del tren. En el último tercio de siglo se inició un cambio de tendencia. Comenzaron a llegar turistas cuyo destino no era exclusivamente pernoctar en una ciudad que estaba considerada como de paso.

Con la seguridad que otorga el desconocimiento del futuro, Algeciras comenzó a convertirse en destino vacacional gracias a un entorno costero de limpios arenales de sol y viento donde aún no había atisbo de altas chimeneas en el horizonte y donde los únicos barcos fondeados en una bahía de planas curvas azules se dedicaban al antiguo oficio de la pesca y a la comunicación con la otra orilla del Estrecho.

Por esta razón, tanto en el núcleo urbano como en las playas cercanas se abrieron nuevos establecimientos que la cámara de Miguel Ángel Del Águila se encargó de plasmar.  

1. Hotel Bahía

El hotel Bahía El hotel Bahía

El hotel Bahía / Miguel Ángel del Águila

Tras la desaparición de las playas del Chorruelo y Los Ladrillos, El Rinconcillo se convirtió en el arenal hacia donde los algecireños dirigíamos nuestros pasos cada verano. Allí se alzó un hotel en el solar que ocupaba la Casa Grande frente a la cual una araucaria habituada al viento y la sal, acabó convirtiéndose en emblema y referente y que aquí se alza tras la pérgola de la entrada. No era todavía verano cuando Miguel Ángel Del Águila tomó esta foto una desapacible y ventosa mañana de poniente de 1971.

En ella posa un grupo de turistas alemanes que atravesaron medio continente para llegar hasta aquí: cabellos rubios agitados por las rachas de viento; chaquetas de entretiempo; estampados a la moda y jerséis de cuello vuelto en una playa vacía, sin humos, entre el impoluto Renault 8 oscuro y una arena clara donde frente a las nuevas edificaciones de Porto Albo se mantienen antiguas casetas familiares de listones de madera pintados con vivos colores. El grupo rodea a un niño con sombrero mejicano y frente a él se cruza un camarero del hotel que observa al fotógrafo con pulcra chaqueta blanca y pajarita negra.

Fuera del cuadro, un crío del lugar contempla la escena con un trozo de caña en la mano y la seguridad que otorga moverse en su territorio. Tres escalones llevan hasta una terraza vacía donde tantas veces frotamos nuestras suelas con el afán de alejar infructuosamente la arena fina de un establecimiento donde se calmaba el aire y se posaban los vasos sudorosos sobre la barra. Las baldosas rechinaban y el verano se hacía eterno mientras algún mediodía se llegó a oír la risa espontánea de Paco de Lucía con bañador liso y polo de manga corta entre sones de guitarra.

2. Hotel Terol

Hotel Terol Hotel Terol

Hotel Terol / Miguel Ángel del Águila

Una buena mañana de marzo de 1967, el fotógrafo se acercó hasta la cercana playa de Palmones. Aparcó su seiscientos a un paso de la línea de costa y anduvo el último tramo de la calle entonces sin asfaltar. El levante agitaba la bandera española colocada en la última planta de un edificio en construcción como señal de haber cubierto aguas. La imagen tiene mucho de encargo: hay una furgoneta aparcada que lleva oportunamente escrita la leyenda: Cafetería TEROL Snack Bar.

Tras ella, un chalé de fachada blanca hacia donde dirige sus pasos una joven con falda entallada y pañuelo de gasa atado en pico para mantener el cardado de peluquería a salvo de los embates del viento; a continuación, otra villa en obras; como telón de fondo, la imponente estructura de hormigón del nuevo hotel que el barítono Pedro Terol estaba construyendo en esta zona central de la bahía. En aquel tiempo, Palmones era una playa en cuyas inmediaciones se comenzaban a levantar casas de veraneo en pequeñas parcelas pobladas de adelfas, jóvenes pinos e importadas casuarinas. Estaba cerca, pero lejos.

Era un territorio de veranos dorados, mañanas luminosas en la piscina de un hotel entre el mar y el río; salmonetes y lenguados recién pescados y primeras fotos en color ante el sol poniente. Era un lugar apartado de todo ruido que no fueran las olas y el viento, hasta que acerías, chimeneas y polos industriales fueron cercándola, rodeándola, creando fronteras sonoras que la torre de Entrerríos no podía defender. Crecieron impostadas lindes de eucaliptos, pasaron de moda los pañuelos de gasa y dejaron de acudir turistas al hotel.     

3. Hotel Alarde

Hotel Alarde Hotel Alarde

Hotel Alarde / Miguel Ángel del Águila

Se acercaba el verano de 1971 cuando Miguel Ángel del Águila tomó esta foto. Después de mucho tiempo, la profunda parcela que se abría en el extremo de la calle Convento fue edificada. De gran extensión, durante años allí se preparaban las carrozas que formaban parte de la cabalgata inaugural de la feria.

En centurias pasadas, en sus inmediaciones se levantaba una posada aprovechando que se trataba de la salida natural de la ciudad hacia San Roque y Gibraltar. El solar estaba pared con pared con el hospital Militar, cuyo perfil se recortaba las tardes de largos veranos de golondrinas y vencejos. Tras años y años de indolencia, aprovechando la amplitud del espacio, se diseñó una calle interior orillada de nuevos edificios. Uno de los que formaba el testero sur acabó destinándose a hotel, y desde sus inicios se le quiso dar un perfil de sobria oficialidad.

Lejos del puerto y a kilómetros de las playas, su clientela buscaba alojarse en el corazón de la ciudad alta. En la fotografía de su inauguración, bendice las instalaciones un joven padre Sebastián González Araujo de rectilíneas patillas, postconciliar estola y traje de chaqueta de alpaca. Junto a él, la que era máxima autoridad de la comarca, el gobernador militar, que posa con numismático perfil y manos cruzadas.

Con medias claras, bolso blanco y traje de entretiempo, la única mujer del grupo, que ejercía de inspectora de Sanidad. Todos pisan un ajedrezado suelo de baldosas de barro brillantes de aceite de linaza. Entorno de paredes de ladrillo visto y visillos blancos; lámparas con pies de hierro y pantallas de agremán y pergamino, sillones de terciopelo y flecos, ceniceros con cigarrillos a la vista y vacías sillas de cuero.

En ellas nos sentábamos durante lejanas tardes de claroscuros y promesas en las que la vida comenzaba a ofrecernos guiños y miradas de reojo entre refrescos con hielo y cuencos de frutos secos en los que se rozaban manos cuyo tacto ya hemos olvidado.      

 

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