A VISTA DEL ÁGUILA

El hotel Cristina de Algeciras

  • La cámara de Miguel Ángel Del Águila captó el día a día del Reina Cristina de Algeciras, referente en el mundo de la hostelería del sur peninsular

Hotel Cristina de Algeciras, 1982

Hotel Cristina de Algeciras, 1982 / E.S.

Hay sintagmas que permanecen en el subconsciente colectivo de los ciudadanos con el amable pigmento de los recuerdos en color. El hotel Cristina de Algeciras es uno de ellos. Se levantó sobre el escarpe de la villa Vieja en los primeros años del pasado siglo y fue uno de los primeros establecimientos de lujo en España.

A la par que sus vidriadas tejas, persianas mallorquinas, poligonales balcones, enhiestos miradores, altivas araucarias y cimbreantes palmeras, se extendió por la ciudad un acento mundano y británico con sabor a té y a  güisqui. Un acento con chaquetas blancas y cerveza negra, colonial y transatlántico; con toreros y espías, actores y políticos, militares y poetas.

A su amparo se alzaron villas y mansiones de sobrios jardines y ocultos recreos; balnearios, quintas y clubes de playa. De su mano llegó el golf y el tenis, el tono inglés y foráneos ojos que veían una ciudad amable y cauta. Gafas de sol, maletas de cuero, ansias de luz en un territorio donde se acortaban las sombras. Erigido en el extremo donde acababan las caminatas urbanas: a un paso del Chorruelo y oculto tras las verdes frondas de trasplantadas copas, ha sido testigo y actor, cercano y distante; meta y lugar de paso por el que tantos hemos deambulado.

Hotel Cristina, 1980 Hotel Cristina, 1980

Hotel Cristina, 1980 / E.S.

1. El hotel en su altozano

Su construcción, en la cota más elevada de la meseta donde acabó erigiéndose la paradójica Villa Vieja, en la linde sur de la parcela donde Guillermo Smith alzara su británica residencia, provocó bastantes suspicacias.

En la Algeciras provinciana de principios del pasado siglo, ninguna construcción tenía la extensión y el porte del nuevo hotel abierto a todos los vientos: al poniente desde donde llegaban los silbidos de un ferrocarril del que arribó de la mano y al levante desde donde llegaban los barcos de Gibraltar, origen de su clientela. Los rústicos bancales sembrados de habas sobre los que se alzaron sus coloniales muros pronto se poblaron de pinos y grevilleas, araucarias y palmeras, hortensias y rosales que orillaban sendas de zahorra y setos de boj.

Se salvaron los desniveles con escaleras de piedra donde posaron empleados y artistas; invitados a ceremonias y asistentes a conferencias internacionales. Se conservaron antiguos muros de la vieja Al-Yazirat; se blanquearon medievales bolaños; se excavaron arqueológicas piscinas; se levantaron radiofónicas pistas de tenis; se facilitó el acceso al Chorruelo y se establecieron relaciones con el vecino Kursaal, que se erigió a su sombra entre notas de cuplé y ruletas francesas.

En relucientes vehículos acudían sus clientes al cercano campo de golf de San García o al apartado club de playa de Getares y sirvió de referente al nonato casino que mostró durante décadas su osamenta de hormigón al abrigo de las barbacanas de la antigua muralla, entre la casa del Águila, la mansión de los Larios y la recién derruida torre del Espolón.

Durante décadas fue el vórtice del pulmón verde que cerraba la ciudad por el sur hasta que fueron alejando la orilla del mar y frente a sus muros cosmopolitas levantaron seriados depósitos y torres de control; hasta que el tráfico ciego volvió invisible sus vidriadas tejas; hasta que el más implacable olvido acabe cubriendo la memoria.

2. La luz del tiempo

Comenzaba enero de 1980 cuando Miguel Ángel Del Águila cruzó la puerta de entrada del hotel. Acababa de dejar atrás a su izquierda la chimenea inglesa flanqueada por antiguas fotos de diplomáticos que posaron bajo sus antiguos aleros en tiempos de la ya lejana Conferencia. Entre claros muros ocres de silencio captó esta imagen de penumbras, luz y claroscuros.

Todo lo preside la puerta en arco que lleva hasta el cubierto patio central, que muestra su delicada forja interior frente a los blancos mocárabes de luz. Suelos de mármol, mullidas alfombras, redondos fanales que brillan aún de día, elegantes relojes de caoba colonial y maquinaria inglesa que marcan las dos y veinticinco de la tarde. A la derecha asoma el mostrador de la recepción, donde apenas dos años antes, cuando se conmemoraron los tres cuartos de siglo de la inauguración, se colocaron placas parejas con las firmas de los viajeros ilustres que caminaron por estos espacios en penumbra previos a la luz: reyes y actores, ministros y poetas, toreros y dictadores.

Falta la firma de tantos espías que recorrieron sus pasillos en los años de la segunda gran guerra: el almirante Canaris o Ian Fleming, que se inspiró en atrayentes mujeres de foráneos apellidos para crear el personaje de la Reina de Corazones.

Falta la de Federico García Lorca, que paseó del brazo de Rafael Rodríguez Rapún entre escalones de piedra y tinajas de barro antes de escribir los Sonetos del amor oscuro. Falta la de William Butler Yeats, que llegó al hotel una tarde de otoño de 1928 buscando una muerte que se resistía a llegar entre aves de presa y pico corvo que cruzaban por el angosto estrecho hacia la luz.

3. El factor humano

Desde sus inicios, el hotel Cristina tuvo aire inglés y propietarios ingleses. Inglesa era la comida que se servía, la plata de sus cubiertos, la maquinaria de sus relojes y el uniforme de sus empleados.

La II Guerra Mundial cambió muchas cosas. Tras azarosos años de tensiones, donde alemanes, italianos, españoles y británicos pugnaban por sacar partido de su estratégica posición, su entonces director, Juan Lieb, no solo fue capaz de salir airoso de la compleja misión a él encomendada, sino que inició una política de gradual apertura hacia la sociedad local y otra de reconocimiento a la labor realizada por los trabajadores del establecimiento.

Aún hacía fresco aquel mediodía de abril de 1974 cuando Miguel Ángel Del Águila acudió al hotel para plasmar un homenaje que se le quiso tributar a uno de sus empleados, que posa serio en las escaleras de piedra donde tantos hemos posado, alzando una copa cigarrillo en mano.

1974, homenaje del personal a un empleado 1974, homenaje del personal a un empleado

1974, homenaje del personal a un empleado / E.S.

A su derecha, Miguel Ares, el primer director español que tuvo el hotel, acompañado de Cristina Parkes -Lieb de soltera-, con cuyo nombre el padre quiso mostrar su apego hacia el establecimiento que durante tanto tiempo regentó. Negras chaquetas de esmoquin, mandiles blancos; pajaritas, gorros de cocinero, gafas de concha, rebecas cerradas; vasos que se alzan a un efímero brindis que medio siglo después contemplamos entre podados árboles de Júpiter y viejas tejas vidriadas.   

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