Víctimas colaterales
Tribuna de opinión
Las personas que se encontraban junto a Diego Valencia en la sacristía de La Palma arrastran lesiones psíquicas y merecen un reconocimiento público
La Audiencia Nacional fija las fechas del juicio contra Yassine Kanjaa, asesino confeso de Diego Valencia en Algeciras: 6, 7 y 8 de octubre de 2025
Tal día como hoy, hace ahora dos años, se produjo el asesinato en Algeciras de Diego Valencia, sacristán de la iglesia de La Palma, a manos de Yassine Kanjaa. Calificado como asesinato terrorista, el juicio por estos hechos se celebrará en la Audiencia Nacional el próximo mes de octubre.
Además de Valencia, sus familiares -su esposa, ya fallecida, sus hijos, hermanos y nietos- son víctimas colaterales y así se ha recordado a lo largo de estos dos últimos años. El segundo aniversario será un día triste, un día de recuerdos y para tener conciencia de que Diego Valencia fue una persona bondadosa, un buen padre y, sobre todo, querido por todos quienes le conocieron.
Pero existen otras víctimas colaterales de aquel acto terrible que se hallaban en el momento de la agresión junto a Valencia en la sacristía de La Palma. Personas que se sintieron amenazadas y con la incertidumbre de si serían ellos los siguientes en ser agredidos tan brutalmente. Me refiero al padre Rubén, sacerdote de la parroquia, y un grupo de personas (mujeres en su mayoría) colaboradoras en temas eclesiásticos que, como consecuencia de haber tenido tan cerca al presunto asesino, arrastran lesiones psíquicas. Aún persisten en sus memorias las imágenes de aquella tarde que tardarán tiempo en salir de sus cabezas. Y mantienen la sensación de que podrían haber muerto indefensos ante una persona violenta que esgrimía una catana. Estas secuelas emocionales intervienen en su vida cotidiana y conllevan un estrés postraumático que no remite con el paso del tiempo. Una situación que se refleja en el temor de que la situación puede repetirse en cualquier momento, así como angustia y sentimiento de inseguridad.
Son los olvidados. Buena parte de ellos han tenido que acudir a consultas de psicología para tratar de borrar lo vivido. Nadie les ha reconocido el sufrimiento de aquellos instantes ni cómo se encuentran en la actualidad. Tampoco han querido protagonismo, pero no por eso deben ser olvidados. Merecen, desde mi punto de vista, un reconocimiento público en el que puedan sentir que la ciudadanía les apoya, en el que la ciudadanía entienda que la situación vivida es imposible de eliminar de sus retinas.
La Ley de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo (29/2011, de 22 de septiembre) contempla la acción honorífica del Estado, con el fin de honrar a las víctimas del terrorismo, con el grado de insignia, a los que hayan sido amenazados o salieren ilesos de un atentado. Este precepto podría encajar en este caso y ser propuestos para ello ante el Ministerio del Interior. Así se haría justicia, ya que padecieron momentos fatídicos y arrastran las secuelas. Se les ha arrebatado su tranquilidad y sosiego solo por pertenecer y practicar la religión católica.
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