Obituario

En el adiós a Carlos García Nalda

  • La bonhomía, la elegancia y generosa disposición de Carlos a participar de lo que le rodeaba, lo convirtió enseguida en una referencia en Algeciras

Carlos García Nalda.

Carlos García Nalda.

El doctor García Nalda fue uno de los muchos profesionales de todas las extracciones que vinieron al Campo de Gibraltar como consecuencia de la eclosión social e industrial que, en los últimos años sesenta y primeros setenta, produjeron las reacciones del gobierno español a la actitud británica respecto a la colonia.

Médico militar, traumatólogo, tardaron poco, él y su mujer, Angelines, en integrarse en la sociedad algecireña. Él era de Valladolid y ella es de Medina del Campo, él era médico y ella ATS e hija de médico. Estudió Medicina en la Universidad de Valladolid, una de las más antiguas de Europa, y más tarde ingresó por oposición en el Ejército. La ciudad que fue capital de España, entre otras muchas cosas, alberga en un monumental conjunto urbano del centro histórico a la Academia de Caballería.

Muy cerca de la Academia termina la calle Santiago, donde la familia de Carlos había creado y mantenía un periódico local, Libertad, que conocí cuando aún colgaba una pizarra junto a la entrada principal de la Redacción, donde con tiza se recogían las últimas noticias y se podían cotejar, a última hora de la tarde de los domingos, los resultados de la quiniela de fútbol. La prensa era para Carlos algo familiar y para mí una ilusión permanente y una vocación que no he podido satisfacer del todo. El caso es que eso y muchas cosas más, a las que no cabe referirme en su totalidad, tenían que ver con Carlos y conmigo. Vino destinado al Hospital Militar de la calle Convento y se incorporó a su destino en los primeros días de febrero de 1973.

Tenían cuatro hijos, la menor de 4 años y el mayor de 7, y sus nietos ya serían algecireños de nacimiento. Dios había reservado a Carlos el señalamiento de ser el último director del hospital, antes de que éste fuera dispuesto para ser entregado a la autoridad municipal. Angelines se puso pronto el traje de gitana para ir a la Feria y, si no la oías hablar, la belleza con la que llenaba el espacio en el que estaba tenía color andaluz. Ambos intervinieron en la fundación y éxito de una de las casetas de más personalidad de la Feria, “La Botica”. Aún faltaba mucho para que la llegada de la globalización convirtiera la Feria en un batiburrillo de negocios de hostelería y discotecas.

La bonhomía, la elegancia y generosa disposición de Carlos a participar de lo que le rodeaba lo convirtió enseguida en una referencia. La tertulia y el café de cada mañana en el Cabsy’s con sus colegas civiles o militares y la cerveza de mediodía en Las Duelas, en Rebolo o en cualquiera de esos pequeños reductos de la mejor hostelería, formaban parte del quehacer de este castellano viejo que se te antojaba nacido y crecido en estos pagos de María Santísima hasta que la palabra arrastraba el suficiente número de eses y de participios bien acabados, para darte pistas de sus orígenes.

Compartí muchas conversaciones en grupo, por unos pocos lugares de nuestra geografía, con una psicoanalista, Pepa García, de intelecto abierto y bien pulido, que era prima suya. De modo que a cada viaje a Algeciras hablábamos de ella y del asunto en el que estuvimos implicados. Pero, sobre todo, eso de que yo me hubiera casado con Cristina, que es de su tierra y en la iglesia vallisoletana de El Salvador, facilitaba mucho las premisas necesarias para el contacto. Tarifa, ciudad a la que adoraba, en la que vivía a rachas y en donde reposará para siempre, y Algeciras se convirtieron enseguida para Carlos y su familia en algo nada diferente de lo que se deriva de modo natural de la nascencia.

Carlos se ha marchado a la Casa del Padre, haciendo camino y en el momento que Dios ha dispuesto. Los que hemos tenido el privilegio de conocerle y de apreciar su saber estar y su saber ser, como ocurre con sus seres más queridos, ahora estamos tristes; empezamos a sentir su ausencia y a valorar mejor, más intensamente, lo que su presencia suponía. Pero debe consolarnos la natural aceptación de la muerte como un acto de vida en su extremo final. Su entrañable amigo Juan Luis Merencio sentirá tanto como el que más su ausencia. Ahora se trata de llevarlo en nuestros corazones, de recordar los ratos que compartimos, de servirnos del ejemplo que nos dio con su comportamiento y de, agradecer en fin, que hayamos podido encontrarlo y serle cercano.

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