Fragmentos de la Historia del Puerto de Algeciras (1906-1980)
Construcción del muelle de Villanueva y otras obras (1911-1921)
Campo Chico
Algeciras/La calle Carteya (debiera tal vez ser Carteia) es la vía natural de entrada a la Villa Vieja; la mitad menor de las Algeciras, sobre la que los investigadores han determinado, recientemente y después de muchos años pensando lo contrario, que fue la más tardíamente habitada; o sea, la nueva. El patio del Coral, que parece que va a ser restaurado en no mucho tiempo, es no obstante, el acceso monumental al recinto que desde el borde del mar y a la orilla derecha del Río se extiende hasta la carretera que circundaba a la ciudad dejando Cádiz en un extremo y Málaga al otro. El Río fue desviado y cubierto en la década de los setenta, en su recorrido urbano, y sustituido por una especie de avenida ilustrada con unos artefactos de hierro que quizás pretenden aludir a grúas portuarias, pero se asemejan a horcas levantadas en honor de la abundante humedad que reina en su medio.
Abundan las fotografías de esa zona, otrora fluvial, animadísima y ruidosa, y ahora poco circulada por mor de los tiempos que corren. Muchas de esas instantáneas apuntan al mar abierto, la Roca al fondo, el rompeolas en primer término, dejando a la izquierda las instalaciones que principiaron el Puerto y cobijaron una estación marítima de Renfe. Se trataba de que los viajeros que llegaban por mar desde Ceuta o Tánger o que se dirigían a esas ciudades del norte de África tuvieran el tren a mano. Era la plataforma ferroviaria a la medida de los habitantes de la Villa Vieja, de los aledaños de la Plaza Baja, de los Callejones y de gran parte del centro, para los que bajar por la calle Real era más cómodo que acceder al tren en la Estación de la avenida de Agustín Bálsamo.
Un puentecillo peatonal inmediato a la desembocadura del Río facilitaba al viandante el marco hacia el que apuntar el objetivo de su cámara. Hacía el interior, el ocaso ofrecía el perfil de la Sierra de Luna y la majestuosidad del Peñón del Fraile, sugiriéndole un paisaje que seguramente no estaría en su programa de visitas. A nadie se le ocurre junto al mar, pensar en el Campo, en la montaña, en esa espalda de las Algeciras que desde el oeste guarda en parte, a la ciudad de los vientos del interior y ayuda a las nubes a detenerse para regar el paisaje y evitar su desertización. El inmenso territorio de los Alcornocales es un escenario que se puede alcanzar desde el puerto del Bujeo que separa el término municipal del de Tarifa y ofrece una de las más bellas rutas que imaginarse puede. O desde el Cobre, el brazo silvestre de Algeciras que invita a buscar las fuentes del Río y a contemplar sus charcas y sus cascadas.
Ese puentecillo era muy circulado cuando la Marina era un hervidero y hoteles y bares de todo tipo, de todos los precios y para todos los gustos, competían solidarios porque había gente para colmar las esperanzas de negocio de sus ejecutivos. Hay ahora una plazuela que se llama de San Hiscio sustituyendo a la que, sin haber merecido nombre alguno, daba paso a la dársena en la que se guardaban las embarcaciones pequeñas requisadas por contrabando y aquellas otras que bien estaban esperando su desguace, bien el turno para servir a algún propósito. Un poco más allá se accedía al Club Náutico, al puente de la Isla Verde y a la playa del Chorruelo. En ésta, a treinta o cuarenta metros mar adentro, según estuviera la marea, la piedra morena era un reto para los más atrevidos. Eso de nadar hasta aquella famosa piedra, era sólo para los más valientes y aguerridos de la muchachada masculina. A las chicas, las pocas que aparecían por esa playa, ni se les ocurría pensar en semejante proeza.
El coqueto auditórium Millán Picazo y su anexo para la Sociedad de Estiba y Desestiba separan a la plazoleta de la calle del mismo nombre: San Hiscio. Más de un especialito y más de uno de los que no lo son se preguntarán por la exótica ocurrencia de acudir a semejante santo para bautizar a esos pequeños reductos urbanos. Pues siento no poder explicarlo, pero sí advertir de que hay razones históricas para hacerlo. Hiscio fue uno de los llamados Siete Varones Apostólicos que predicaron el Evangelio, en la España, o Hispania, o Iberia, del primer siglo de nuestra Era; los otros fueron Cecilio, Eufrasio, Indalecio, Tesifonte, Torcuato y Segundo. Pero Hiscio, parece que fue además obispo de la Carteia romana, primera colonia del Imperio situada fuera de Italia.
Carteya sería pronto, más allá; o más acá, según se mire; del año 171 a.C., una ciudad romana con todas las de la ley, en la que sus habitantes eran considerados ciudadanos de pleno derecho. Puente Mayorga rinde como nadie tributo a la Historia, acogiendo a San Hiscio como patrón (también lo es de Cazorla, en Jaén, en donde se venera como evangelizador con el nombre de Isicio y a mediados de mayo se celebra una romería) y consagrando a su memoria la iglesia radicada en su pequeño y grato entramado urbano. Su nombre, el de Puente Mayorga, deriva de la construcción de un puente sobre el Arroyo de los Gallegos que atraviesa su territorio cuya propiedad, a mediados del siglo XVI ostentaba para su uso en tareas agrícolas, un vecino de la vecina localidad de Gibraltar, llamado Juan Mayorga. Del puente de Mayorga en el decir popular a Puente Mayorga no debió de transcurrir mucho tiempo y tal vez fueran unos gallegos asentados por esos pagos los que acabaran dando nombre al arroyo.
La importancia de Carteya, apenas percibida por el común de los habitantes de estos pagos, se ha puesto de manifiesto en el monumental Estudio Histórico-Arqueológico de la Ciudad de Carteia, realizado a lo largo de un lustro, de 1994 a 1999, por un equipo de investigadores bajo la experta dirección de la profesora Roldán y de los profesores Blánquez, Bendala y Martínez Lillo. Los resultados de este magnífico estudio fueron publicados en 2006, bajo el patrocinio de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y el Vicerrectorado de Investigación de la Universidad Autónoma de Madrid, institución a la que pertenecen los autores. La obra consta de dos volúmenes de gran formato; el primero de casi seiscientas páginas y el segundo constituido en álbum de láminas ilustrativas del territorio y de sus particularidades, históricas, arqueológicas y geofísicas.
Cuando con catorce o quince años explorábamos esos parajes abandonados, tras la aventura de caminar hacia el cementerio y por el Rinconcillo, y atravesar dos ríos, el Palmones y el Guadarranque, acudiendo a algún barquero de la zona, no llegábamos a más de quedarnos con el misterio de imaginar lo que habría ocurrido muchos siglos atrás allí mismo, sobre los restos arqueológicos que teníamos delante y que no eran sino alineamientos de piedras colocadas unas sobre otras. Como ocurría con Baelo Claudia, del siglo II a.C., en la impresionante ensenada de Bolonia en Tarifa, que sería pasados los años, uno de los yacimientos más importantes de la península ibérica. La inocente actitud de quien cree que es para sí todo lo que encuentra y la criminal actuación de los que son conscientes de lo que hacen, han debido causar mucho daño al mensaje que nos trasmiten esas ruinas del pasado que en los años sesenta aún estaban expuestas a toda clase de depredadores.
En Carteya, catorce siglos largos de historia aguardaban a sus rastreadores. “Carteia, la antigua ciudad, tiene el privilegio de contar entre las que aparecen directamente citadas en las fuentes literarias” –escriben los autores– y continúan, asegurando que la causa de la permanente presencia del enclave, en el relato más que milenario, se debe “al hecho de haber nacido en función de una planificación que buscaba, precisamente, explotar las virtualidades de un lugar especialmente dotado para desempeñar, desde él, un papel protagonista en el teatro de las civilizaciones antiguas”. No sólo de las antiguas, habría que añadir si nos extendemos a la comarca a la que pertenece el yacimiento que salió milagrosamente ileso de las agresiones que supone el progreso. Hay que agradecer, no obstante, a la Providencia y quizás a algún ejecutivo de los instaladores del polígono industrial de San Roque, que Carteya esté ahí y siga estando.
La calle Carteya bordeaba al Río por su orilla derecha, desde más o menos la altura de la embocadura, en la otra orilla, de la calle Alameda (Cayetano del Toro). Alejándose del mar, acariciaba los soportes del Puente Matadero y se adentraba en el corazón de la Villa Vieja, que es ese pequeño triángulo escaleno conocido por Rayos X. Muy cerca de esa plazoletilla que acumula una hartá de solera, se desvía para terminar donde empieza el Paseo de Victoria Eugenia, que apunta hacia el mar y termina en el Saladillo. En un determinado momento y manteniendo su estilo, la calle Carteya evita entrar en los Rayos X y deja que lo haga un brazuelo viario llamado Coronel Figueroa en memoria de un militar que realizó una proeza muy poco conocida y menos aireada.
Antonio Figueroa, coronel de Infantería, comandó con su hermano Francisco, teniente coronel, una operación para reconquistar Gibraltar, poco después de la ocupación fraudulenta sufrida en el mes de agosto de 1704. Precisamente el día 11 de noviembre de ese mismo año, al frente de un destacamento de 500 soldados procedentes de Ceuta, consiguió burlar a los ingleses y penetrar en Gibraltar escalando el peñón desde la Caleta o Bahía de los Catalanes, guiados por un cabrero español llamado Simón Rodríguez Susarte, siguiendo el llamado Camino del Algarrobo hasta alcanzar la Silleta. Con informaciones extraídas de la Gaceta de Madrid, precedente del Boletín Oficial del Estado, lo cuenta Antonio Guerra Caballero, un escritor extremeño de Mirandilla (Badajoz), afincado en Ceuta, que aborda además, la interesante historia del contubernio anglo-marroquí que proyectó por aquellas fechas, hacer de Ceuta otro Gibraltar.
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