Patricio Herrera, Pérez Martínez y más
CAMPO CHICO
Los maestros que tenían sus escuelas o academias, se convertían en referencias para sus alumnos
José Antonio es un pintor vanguardista, que firma con parte de su primer apellido: Vargas
El Murillo, la luz y los maestros barberos
Armiñán, Patricio y el barranco de la Escalerilla
Víctor M. Patricio Amo ha publicado y difundido por distintos medios, una documentada historia del barranco del Murillo con fotos inéditas del entorno de lo que pudo ser un espléndido paseo marítimo y sólo lo fue por un limitado espacio de tiempo.
Patricio es descendiente de uno de los pioneros del cambio espectacular que se produjo en el flanco marino de Algeciras, Manuel Patricio Herrera, un hombre de esos que obedecen al conocido dicho angloamericano de self-made man; de hombre hecho a sí mismo. Don Manuel recuperó las propiedades que les fueron embargadas a sus inmediatos mayores, las fábricas de luz y de hielo del callejón del Muro, y las amplió construyendo finalmente el edificio Atlántida y cediendo al municipio la parte del barranco del Murillo, que era también de su propiedad. No le faltaron en el proceso conflictos con el Consistorio, pero pudo superarlos y principiar el adecentamiento urbano de esa cuesta paralela a la de la calle Real, que parecía ser un aparte en el centro histórico de la ciudad.
Hasta muy avanzado el siglo pasado, la educación primaria no contó con la debida cobertura pública. En el Instituto (Nacional de Enseñanza Media de Algeciras) destinado en 1942 a acoger la enseñanza secundaria, se ingresaba a los diez años tras un examen en el que básicamente se exigía saber leer y escribir con corrección y estar en condiciones de abordar el cálculo aritmético elemental, en base a las cuatro reglas, sumar, restar, multiplicar y dividir. Debo advertir –obliga el oficio– que restar y dividir no son operaciones, pero era de ese modo como todo el mundo entendía a qué nos referíamos cuando se trataba de discernir sobre si alguien sabía o no de cuentas. A los aspirantes a convertirse en alumnos del Instituto, del primero de los seis cursos del entonces llamado bachillerato, se les dictaba un texto en el que se toleraba hasta un máximo de tres faltas de ortografía cometidas en palabras no demasiado importantes.
Una frase muy llevada entonces a modo de ejemplo de ensayo ortográfico era la siguiente: ahí hay un hombre que dice ay. Construcciones muy a la medida, eran todas aquellas con algún juego de palabras que permitiera, por ejemplo, saber si el aspirante distinguía el halla de encontrar del haya de haber. Como textos con trampas, no siempre fáciles de evitar. La hache era una letra muy socorrida, como la invitación a elegir entre las letras be y uve en palabras tales como absorber, absolver, beber, ver o venir.
Cuando obtuve la cátedra de Matemáticas y su Didáctica, en la Escuela Normal de Cádiz, en 1968, recordé a tantos maestros que se formaron u obtuvieron su título en esa histórica institución, entonces dirigida por una mujer extraordinaria, Mª Josefa Pascual Ríos, que recuerdo con admiración y reverencial respeto. Su nombre simplificado, Josefina Pascual, con el que era conocida en todos los rincones de la capital, aparece en múltiples rótulos de centros consagrados a la educación y la enseñanza. No estaba entonces en condiciones de quedarme y hube de gestionar una excedencia inmediata. Doña Josefina hizo todo lo posible por retenerme, pensando en que contribuiría al mejor funcionamiento de su querida Escuela, pero no me fue posible complacerla.
Una década después presidiría yo en Cádiz, un tribunal de oposiciones al Magisterio, que me aportó alguna nostalgia y muchas emociones. Precisamente en esa Escuela obtuvo su título de maestro don Manuel Patricio. Después se haría practicante y más tarde médico, a la vez que empresario. También fue alumno de esa Escuela, don Donato Millán Contreras, tarifeño de nacimiento, que dejo una huella profunda en sus muchos alumnos algecireños, entre los que estuvieron las tres inseparables amigas, Isabelita Luque, Carmen Calderón y Genoveva, la hija de don Práxedes, que siempre se refirieron a él con muchísima gratitud y reconocimiento. Don Donato fue además un periodista y escritor muy celebrado en la sociedad algecireña de su tiempo, la de gran parte del siglo pasado.
Los maestros que tenían sus escuelas o academias privadas para preparar a los niños a estar en condiciones de valerse por sí mismos, se convertían en referencias de por vida para sus alumnos, la inmensa mayoría con escasos posibles. Pocos de ellos pensaban entonces en seguir estudiando, muchos se convertirían a los catorce años, en el mejor de los casos, en aprendices de algún oficio o tratarían de adquirir alguna habilidad más o menos artesanal. Para el ingreso en el Instituto había que cumplir los diez de edad en el año en que se celebraba la prueba, lo cual a veces distanciaba de modo considerable las edades dentro de un mismo curso, entre los que cumplían en los primeros meses del año y los que cumplían en los últimos. Cabía la posibilidad de examinarse de ingreso y primero, lo que suponía situarse, ya de entrada, en segundo. En mi promoción lo hicimos tres de los cien, más o menos, que optamos a ingresar aquel año de 1952, el décimo desde que se inauguró el Instituto, improvisadamente, como consecuencia del incendio que destruyó el Kursaal, un caserón de madera y cristales anclado en las orillas de la playa del Chorruelo, frente al Hotel Cristina.
Esos tres que accedimos directamente a segundo fuimos, de mayor a menor, Juan José Nieto, Pedro Gallardo y yo. Como cumplo años en agosto, me convertí en el más joven de la promoción, a una distancia de dos o tres años de la mayoría. Pepe Pérez Martínez, inolvidable amigo y entrañable compañero, me adjudicó el apelativo de “el niño” que aún conservo, encantado, entre los pocos próximos que me quedan de aquel tiempo. Pepe era un guaperas al que su madre vestía con pantalón bombacho, cuando todos estábamos con el corto. Junto a él no había nada que hacer con las muchachas. Finalmente se casó con Carmen, la niña de Afelio Custodio. Salían en parejas con Manolo Soria y su novia de entonces. Manolo estudió medicina, se especializó en rehabilitación y fue jefe de servicio del Hospital Nacional de Parapléjicos en Toledo. Se jubiló siendo director general médico de Asisa. Pepe fue militar y las circunstancias que rodearon su vida, lo convirtieron en un excelente periodista con un conocimiento poco común de la realidad y los efectos que envuelven la presencia de la colonia militar de Gibraltar en la conformación social de la comarca.
Pepe firmaba sus magníficas crónicas sobre Gibraltar componiendo la inicial de su nombre de pila con su segundo apellido, aunque no era eso lo que decía al que le preguntaba por las razones que le inducían a hacerlo. Se ganó el respeto de todos, escribiendo con absoluta fidelidad a lo que sabía y veía además de hacerlo con un estilo literario envidiable. Cuando Carmen falleció, Peter Caruana, el premier de la colonia en ese momento, se trasladó a Algeciras para asistir al sepelio y darle personalmente su pésame. Muy conocido en los ambientes periodísticos de éste y de aquel lado de la verja, nos dio a todos, a aquellos y a nosotros, un admirable ejemplo de cómo observar y contar actuaciones y comportamientos, haciendo de la complejidad un relato comprensible. Se adivinaba en él una vocación de explorador, de aventurero de la Naturaleza, que nunca satisfizo pero que se sospechaba en lo que le gustaba ver o leer. Su padre, militar como lo sería él también, fue, con su esposa y sus hijos, uno de los primeros inquilinos de los recién abiertos pabellones militares de lo que hoy es la Avda. de las Fuerzas Armadas y entonces lo era del Generalísimo Franco.
La casa de militares de la Avenida –así la llamábamos, sin más– daba al parque y eso la hacía un poco especial. Allí se nos murió un compañero del Instituto, de apellidos Benito Castroverde, cuando teníamos doce o trece años y fue la primera experiencia que tuvimos de la proximidad de la muerte. Sucedía casi al mismo tiempo que a mí se me moría mi tío Alberto, trabajador del arsenal militar de la colonia. Sus hijos, mis primos, Alberto y José Antonio PdV Saldaña, nacidos en la calle Sevilla, son personas de una gran sensibilidad creativa. El primero, dotado de un notable parecido con Demis Roussos, fue el segundo clasificado en un concurso televisivo de dobles de famosos, en los años setenta, y ello le hizo muy popular a nivel nacional. Tenía más o menos la misma edad que el gran cantante griego y acabaron conociéndose y manteniendo cierta amistad. Alberto tuvo un mesón –Alyca– en el casco antiguo de Torremolinos y un chiringuito en La Carihuela –el Salmonete–, junto al Hotel Pez de Espada, que facilitaron su proximidad a Roussos que solía visitarle en sus viajes por la Costa del Sol.
José Antonio es un pintor vanguardista, que firma con parte de su primer apellido: Vargas. Son varias las etapas que hay que considerar en la evolución de este gran artista algecireño, residente en Madrid y habitual del Rastro, un reducto de la ya escasa bohemia de la capital. Desde su primera exposición en 1975, en la Galería Fúcares, de la histórica ciudad manchega de Almagro, cuyo catálogo tuve el honor de presentar; como haría, cuatro décadas después con Retrospectiva, de mi admirado condiscípulo, López Canales, en Algeciras; Vargas ha abierto su creatividad hasta confluir en un arte complejo de vanguardia que se deja atrás, y a veces al lado, multitud de estilos. Una síntesis del antes y el después de su pintura, se me antoja plasmado en su Con los ojos en Calpe, una carpeta de cuatro serigrafías a cuatro tintas con visiones de la Roca, que fueron editadas en 1984 por la galería Palace de Granada.
Cuando en los primeros años del actual siglo, Antonio Berrocal Briales, asumió la gerencia de Feria y Fiestas, la cartelería de la Feria de Algeciras adquirió un nivel artístico sin precedentes ni consecuentes. Cada año, durante unos cuantos, artistas de la talla de Pérez Villalta, López Canales, Barroso o Pacheco fueron contratados para confeccionar el cartel, dejando una colección de valiosas obras para el municipio. Entre ellos estuvo también, Vargas, un pintor que no ha perdido el contacto con su ciudad, Algeciras, y que no hace mucho hizo una importante donación de obras de arte al museo municipal algecireño.
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