La calle de mi infancia

En aquella calle Sevilla de mi infancia, las casas tenían puerta a calle y el vecindario constituía una pequeña comunidad en la que la gente se conocía, se visitaba y hasta te llevaban un caldito si estabas malo

La intersección entre las calles Sevilla y San Antonio.
La intersección entre las calles Sevilla y San Antonio. / Colección Juan Moya
Manuel Fernández Guerrero

04 de febrero 2025 - 04:00

Algeciras/En la calle Sevilla de Algeciras hay ahora algunas tiendas. Es uno de los pocos lugares donde aún puedes comprarte un traje o unos zapatos sin salir del centro de la ciudad. Si te gusta, puedes comprar una maqueta y construir el Bismarck o un traje de primera comunión en la esquina de enfrente y, desde luego, cambiar el retrete de tu casa. Si eres inmigrante, Algeciras Acoge tiene una oficina por allí. Seguro que habrá una tienda de chinos y alguien que te ponga una mascarilla exfoliante y te arregle las cejas. Nada de esto había cuando yo era niño y vivía allí. La vida cambia. También hay ahora una barbería, pero eso ya lo teníamos entonces. Allí estaba la barbería de Pepe, en la esquina con Buen Aire. No era lo que ahora se conoce como un estilista, pero cortaba bien y tenía un fino bigotito tan del gusto de la época. Pepe me daba cosquis sin malicia para que me quedara quieto y no me fuera a rebanar una oreja. Era amable y presidía las corridas de toros que hacíamos en su puerta con un carro con cuernos y un corcho para las banderillas.

Hoy hay sobre todo bares y restaurantes en una plaza que en realidad es el retranqueado de las antiguas fachadas. No creo que ya se puedan comer erizos como se hacía en Casa Calderón por estas fechas. Solían acompañarse de un contundente vaso de vino blanco al que llamaban un Leyland, como el camión inglés modelo de contundencia, muy popular entonces y que solían pintar de amarillo dorado. Aunque el estilo es distinto y el gusto se ha refinado, aún existe la posibilidad de zamparse unos callos y chupar una ración de caracoles. Quizás sea lo único que queda del pasado. Porque allí hubo un cine de verano en el que no siempre olía a dama de noche y heliotropo. Un poco más arriba había una tenería y secadero de pieles de los Valdés, y si soplaba el poniente, el olor podía estropearte una película de Alan Ladd cabalgando por floridos prados o arruinar una escena de amor entre Bogart y Bacall.

En aquella calle Sevilla de mi infancia, las casas tenían puerta a calle y el vecindario constituía una pequeña comunidad en la que la gente se conocía, se visitaba y hasta te llevaban un caldito si estabas malo. Nosotros teníamos una nevera que en realidad era un cajón de paredes de corcho revestidas de aluminio con hielo que traían en un motocarro. En verano, las vecinas venían a casa a por un poco de nieve para el gazpacho. Creo que la gente se estimaba. Sin duda existirían las simpatías y rivalidades, pero a los ojos de un niño, estas cosas pasaban inadvertidas. Existían varios patios populares. Yo frecuentaba el llamado patio del Peral, donde vivía mi amigo Paquito, cuya abuela tenía un carrillo de pipas y altramuces – chochitos – en la puerta del cine. También había otro de casa burguesa en la esquina con San Antonio frente a la Escuela de Artes y Oficios. En el piso de arriba estuvo la “miga de Dña. Carmen”, a la que yo iba con mi sillita de anea. La primera casa de dos alturas, digamos moderna, se construyó en los años 50 por el padre de mi otro amigo, Rafalín. Aún está allí, haciendo esquina con Buen Aire.

La fachada del Casino Cinema.
La fachada del Casino Cinema. / Archivo Jesús Torres

Si la infancia de Machado era un patio de Sevilla, la mía es la calle de igual nombre con jilgueros y canarios colgados de paredes encaladas. Solo la voz de Antonio Molina sonando en las radios se imponía entre aquel guirigay pajaril. Mi calle estaba limitada por el Casino Cinema y la esquina con San Antonio. Me gustaba mirar por los ventanales de la Escuela de Artes y Oficios y ver a los muchachos con sus batas azules trabajando en los tornos, que echaban chispas y un olor penetrante. Alguna vez me aventuré en el interior con el permiso del conserje, el señor Alcobendas, siempre impresionante con su guardapolvos, pero entrar allí me producía espanto porque había un esqueleto humano articulado que parecía escapado de una tumba. Quién me iba a decir entonces que solo diez años después entraría en una sala de disección para formarme como médico.

Yo casi nunca atravesaba la frontera que para mí representaba la calle San Antonio. Más allá estaba la carbonería y, un poco más adelante, el reino de Barry, un perro pachón de la panadería Melgar que tenía una enorme nariz con ranuras abiertas como la entrada de una cueva tenebrosa. Mi otro hito, el Casino Cinema, era un lugar mágico donde viví las más excitantes aventuras. Como otros de mi generación, soy persona cuya educación sentimental debe mucho al cine. En un ambiente culturalmente pobre, el cine era una fuente inagotable de experiencias, un salto al futuro, una invitación a soñar, una invitación a una vida que podía presumirse llena de oportunidades.

Cuando me fui de mi calle, lloré y durante algún tiempo regresaba como un perrillo a su querencia. Luego vinieron los tiempos del Instituto, nuevos amigos, nuevas ilusiones. Molina y La Paquera dieron paso a los Swinging Blue Jeans, a los Beatles y a tantos otros a los que empezamos a imitar con nuestras guitarras eléctricas. Con ellos tomamos distancia de la infancia y fuimos perdiendo el trato con las personas y los lugares que tanto habían significado hasta entonces. Y así, súbitamente, nos adentramos en la adolescencia y primera juventud. Cuántas veces sin embargo me he preguntado qué fue de aquellas personas tan queridas: de Rafalín y Paquito, de Pepe el Barbero, de Paquichi, de Antonio el zapatero, de Pepito Calderón, que me enseñó a montar en bici y un día no apareció más porque se lo habían llevado a la guerra de Ifni. Qué fue de los Casares, unos gemelos idénticos que además de una miopía magna compartían una carpintería y se intercambiaban en el cine de verano con una sola entrada: uno salía para recoger el bocadillo y, en la segunda función, era el otro quien entraba con el bocadillo en la mano.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, he recorrido muchos caminos y, por mi profesión, he visto mucho sufrimiento; también he experimentado momentos de gran felicidad y he tenido la gracia de haber amado y haber sido amado. He vivido muchas aventuras, aunque algunas menos de las que me prometían en el Casino Cinema. Yo, como muchos, a veces siento nostalgia y melancolía, añoranza del tiempo pasado. Son sentimientos agridulces que nos invaden y que nos pueden hacer perder el sentido de la realidad, del momento único y huidizo del presente. Vivir cada día y el tiempo que nos sea concedido con intensidad, humildad y alegría, es lo que realmente importa. Pero permítanme decirles que, a cierta edad, uno vuelve con frecuencia a sus recuerdos, a la infancia, y por eso, cada vez que paso por la calle Sevilla, adelanto las paredes retranqueadas de las antiguas casas y, a mi vista, reaparecen las paredes encaladas y de pronto, la calle se llena de aquellas personas que fueron parte del mundo de aquel niño que yo una vez fui.

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