Hotel Alborán, 25 años
Fue inaugurado el 23 de agosto de 1990 y desde entonces se ha convertido en uno de los establecimientos señeros de la localidad
EL viajero que se acerca desde Málaga sabe que está en Algeciras cuando, a su derecha, aparece el cartel que le anuncia: Hotel Alborán. Restaurante El Claustro. Los algecireños están familiarizados con este establecimiento pues forma parte de la ciudad desde hace 25 años. Fue inaugurado oficialmente el 23 de agosto de 1990, como nos recuerda Isabel, la gobernanta que no sólo cuida cada detalle de las habitaciones desde entonces, sino que, además, mantiene frescos los recuerdos de aquellos días.
Desde entonces, el edificio, construido junto a la colonia San Miguel, ha visto pasar por su claustro restaurante, sus rincones o salas de reuniones y habitaciones, a tripulantes de barcos que surcan medio mundo, a viajeros en tránsito de otros tantos países europeos que se dirigen a cualquiera de los puntos cardinales; a personas que lo hacen por razones de trabajo y a quienes buscan unos días de descanso. Juntos a ellos muchos algecireños y personas de la comarca guardan sus recuerdos de acontecimientos sociales o familiares celebrados en el hotel. Para todos ellos, la fachada y dependencias de este establecimiento forman parte del paisaje de este rincón que tiene por frente al gran puerto y la bahía abierta al mar como una gran metáfora pues apenas el Peñón es capaz de cerrarla muy ligeramente.
Había realizado mi particular descubrimiento de Algeciras hace ya 40 años, ya que una rama de la familia Sotomayor procedía de la ciudad de las viejas murallas y de los pinares que la rodean. Veníamos cada verano con nuestros hijos pequeños cruzando las Castillas cuyo único mar es el que semejan los trigales, a buscar el mar de verdad. Formábamos parte de una de esas familias numerosas que se reunían en El Rinconcillo, formando largas hileras de sillas por las que corría la información de lo acontecido durante el año a quienes se veían cada verano y tenían la playa como el lugar de pequeñas confesiones y del atrevimiento por adentrarse ligeramente en las fresquitas aguas cuando sopla el poniente.
Fue un poco más tarde, hace dieciocho o diecinueve años cuando descubrimos El Alborán, como cualquiera de esos viajeros que se acercan desde Málaga. Era la fachada repintada de ese color que contrasta tanto con el azul añil del cielo algecireño como con ese suave blanco pálido de la arena de sus playas. Un azar nos ayudó a traspasar por vez primera la puerta. No hemos faltado a nuestra cita desde entonces al menos unos cuantos días cada verano. Algo difícil de expresar nos sedujo de aquel encuentro sobre el que nació un sentimiento que se llama fidelidad.
Nos contaba, hace algún tiempo, Guillermo, veterano camarero del claustro, ya jubilado, cómo veía gratamente sorprendido a los chicos, ya medio crecidos, leer el Europa Sur sentados en los sillones que ocupan la parte baja del hotel, tras el desayuno.
Durante este tiempo el descubrimiento de Algeciras se ha ensanchado: su geografía privilegiada a la que, siguiendo el consejo del cubano Carpentier hecho para toda geografía, hemos sido siempre fieles; y a sus gentes con las que paseamos por El Rinconcillo cada día ida y vuelta en la obligada procesión a Palmones; y lo mismo vale para las personas de establecimientos que visitamos. Forman parte de las vivencias de este redescubrimiento permanente las noches en el Parque María Cristina, allá por los 90, con espectáculos dignos del recuerdo. Lo son, también, los paseos por sus calles y, especialmente, las visitas al puerto. Para personas de tierra adentro, su actividad y el bullicio de pasajeros y mercancías eran una experiencia nueva. Algunas secuencias de la película El Niño han contribuido a reavivar muchos recuerdos de imágenes que ahora hemos contemplado en la gran pantalla, permitiéndonos sus vistas aéreas tener una idea real de las dimensiones del puerto, imposibles de apreciar desde la superficie como sucede cuando uno se mueve por el bosque.
De ese redescubrimiento forma parte también el conocimiento de la vida y obra de un algecireño entrañable y esencial: José Luis Cano. Él fue prójimo de sus prójimos y puente con todas las Españas (así en plural, Las Españas, se titulaba la revista editada en México a finales de los cuarenta) que han existido y existen. Sus Sonetos de la Bahía, publicados en 1942 muestran el conocimiento y el cariño que por su tierra guardó siempre. No en vano cruzó muchas veces esa bahía con su madre en el vapor que hacía la ruta a Gibraltar, ida y vuelta. Queda para la memoria de los algecireños la placa sobre la fachada de su casa de la calle Ancha. También forma parte de esta herencia cultural algecireña el importante escritor y filósofo Adolfo Sánchez Vázquez, nacido aquí y fallecido en México hace cuatro años y a quien tuvimos ocasión de homenajear en la universidad hace unos meses.
Pero, sin duda, la verdadera relación con la ciudad la hemos cultivado en el Hotel Alborán que toma su nombre de ese mar que tiene por vocación abrir el Mediterráneo al mundo. Ha sido gracias a las personas que en él trabajan donde está la razón, nada secreta, de nuestra fidelidad. Susana Ruiz, su directora, de formación académica en la rama de Turismo y con amplia experiencia en los múltiples registros de la vida diaria de un hotel, ha conformado un grupo de más treinta personas: recepcionistas, restauradores, servicio y mantenimiento cuyo trabajo forma parte de una arquitectura no solo física sino humana. La actividad y, precisamente, la arquitectura del edificio, construido en torno a su patio de carácter andaluz, actúan como un centro que une y no dispersa. Se crea así un estilo propio, bien reconocible y apreciado. Fue Unamuno quien más utilizó la expresión según la cual el hombre es el estilo. Pues un establecimiento también lo es, gracias al que le prestan quienes lo construyen cada día: equilibrio justo entre la profesionalidad puesta al servicio de que todo esté en su punto y el trato humano que promueve la cercanía alejando las correctas pero, finalmente, frías formas del protocolo. Aquí la relación es siempre correcta y cálida.
No es fácil conseguir ese punto de equilibrio, mas el esfuerzo se ve recompensado cuando se percibe que la autenticidad ha ganado lugar al simple artificio. Esta es, con seguridad, la otra razón de nuestra fidelidad.
Veinticinco años son esa edad de la primera juventud, ya reconocible como manera de ser y como estilo de vida. Con seguridad, para un establecimiento hotelero como El Alborán, es la mejor edad porque ha tenido tiempo de madurar su propio estilo; pero lo es, también, porque goza de la energía vital necesaria para continuar con su crecimiento. No solo las personas tienen alma, las instituciones y las empresas gozan de la que generosamente le prestan quienes en ellas trabajan. Poner el alma en algo, es la expresión que, con razón, se utiliza para indicar que ponemos lo mejor de nosotros mismos y es bien adecuada pues quiere decir que están disponibles los mejores ánimos con que amanece cada día. Mas para que esto sea posible, la reciprocidad es imprescindible entre la institución y cada una de las personas. Esta es la base de la vida misma y, sin embargo, requiere mucho sentido conseguirla. Es el punto logrado por este establecimiento en sus veinticinco años de vida y por las personas que lo forman y así se transmite a quienes lo hemos descubierto.
Conocida es la literatura y la cinematografía sobre hoteles por las historias humanas que sus paredes guardan. Con seguridad el Hotel Alborán ya habrá sido testigo de muchas. Historias pequeñas o grandes, historias cotidianas de personas que cruzan sus pasillos o escuchan en silencio el tintineo incesante de la pequeña fuente que, desde el centro del patio, antes y después de cada comida servida con esmero, guarda el secreto de la aprobación de los comensales. Las historias son siempre cuestión de detalle, en cada gesto o en cada pequeña acción. Queda así el deseo del regreso, el agradecimiento por las atenciones recibidas y el ánimo templado de la amistad.
Todo esto forma parte de la organización de un hotel; pero vista la realidad con ojos humanos adquiere la dimensión de las virtudes cultivadas a lo largo de años, transmitidas por los trabajadores y pronto percibidas por los clientes cuya complicidad se torna natural. Con seguridad así se consolida la fidelidad. Larga vida, pues, al Hotel Alborán y a su compromiso con la ciudad de Algeciras. Feliz cumpleaños.
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