Historias de Algeciras

Con pólvora del Rey

  • El Comandante General Francisco Bucarelli recibió de su sucesor en el cargo un polémico regalo: la casa-huerta El Escribano

El sitio de Gibraltar motivó la presencia de los comandantes generales.

El sitio de Gibraltar motivó la presencia de los comandantes generales.

Sin duda fue un gran gesto por parte de su sucesor. Tras diez años al frente de la Comandancia General del Campo de Gibraltar, este sevillano hijo del segundo marqués de Vallehermoso Don Luis Bucarelli Henestrosa y Ribera y de su esposa Dña. Ana María de Ursúa y Lazo de Vega, cuarta condesa de Gerena y vizcondesa de Ursúa, recibió con gran agrado el presente.

Francisco de Paula Bucarelli y Ursúa, hombre nacido en nobilísima cuna, se dedicó a la carrera de las armas; como así también lo hicieran sus hermanos: Antonio y Antonio María. El primero, sería nombrado años después virrey de Nueva España; mientras que el segundo alcanzaría el rango de Capitán General, siendo señalado por la corona para ejercer el mando como Gobernador Militar en la ciudad de Cádiz. Este sevillano cofrade –era fiscal de la hermandad hispalense de La Soledad–, y a la vez Comandante General del Campo, para cuando se hizo cargo del magnífico presente, ya había recibido el despacho que le indicaba su nuevo destino en las Islas Baleares. Había celebrado cincuenta Miércoles de Ceniza, en este valle de lágrimas, edad muy avanzada para la época, pero su buen hacer en el complicado destino del Campo de San Roque había aumentado su consideración para nuevos destinos en la lejana corte madrileña.

Atrás quedaban años de lucha directa contra el inglés, la piratería norteafricana o la siempre sospechosa presencia francesa en los más altos despachos de la corona desde que al comienzo de aquel siglo XVIII, el apellido Borbón se hiciera cargo del gran Imperio que habían dejado los Habsburgos. Como buen soldado, se ha de suponer que prefería tener como enemigos a los primeros, siempre de frente, y no a los últimos cuyos ataques desde los despachos ministeriales eran más difíciles de prever que los provenientes de los cañones que asomaban por las portañolas de los navíos enemigos. A todo ello, habría que agregar que a su edad avanzada, empezaría como poco a sentirse cansado de tanta lucha por defender los intereses de su patria.

A su edad avanzada empezaría a sentir cansancio de tanta lucha por la patria

Su entrega a la milicia principió cuando apenas era un jovenzuelo en la expedición sobre la amenazada plaza de Ceuta, en el año de Ntro. Sor. de 1720, reinando en España el Animoso don Felipe V q. D.g. Hacía diez años que había llegado hasta la ciudad de San Roque para, desde allí, ejercer el mando sobre la zona a la sombra de Gibraltar. Si bien desde la usurpación británica la zona se había gobernado militarmente de facto; no fue hasta 1723 cuando se ejerce de iure mediante R.O. En aquellos momentos contaba con “órganos territoriales de administración civil” comprendiendo su jurisdicción parte de los pueblos de la serranía rondeña y actuando con total independencia de la Capitanía General de Sevilla. Un año antes, concretamente el 6 de octubre de 1722, para mayor otorgamiento de poderes al ógano militar, se había constituido la llamada Junta de Caudales Públicos, destinada a sufragar “obras públicas y de abastecimiento civil […] y cuya presidencia residía en la figura del Comandante General del Campo”.

De regreso a Bucarelli, comentar que, quizá, tan alejado destino de la Corte no sería fácil de ejercer a pesar de su experiencia. A la cercanía de la plaza ocupada con el enemigo siempre vigilante y enfrentado a los intereses de España, había que agregar el siempre complicado paso para la navegación del cercano Estrecho, cuyas aguas y costas vecinas se encontraban permanentemente amenazadas por los piratas de Berbería. Y por último, la población autóctona del territorio bajo su mando, que a la sombra del peñón y en contra de lo firmado en Utrech años atrás, había hecho del comercio ilícito y en connivencia con la nueva población que se había instalado en la roca una forma de vida. Esta actividad contraria a los intereses de la corona española era muy difícil de controlar. La necesidad de repobladores, especialmente artesanos de todo tipo tan necesarios para las urgencias civiles y militares, y la existencia del citado “comercio” facilitó el aumento de la población en aquella nueva comarca. De todo lo cual, fue testigo en su mocedad el cofrade comandante cuando al comienzo de su dilatada y larga vida militar, como se reseñaba en su hoja de servicios, había guerreado por estas tierras y sus aguas, en defensa de los súbditos ceutíes de la corona hispana treinta años antes.

Aquí, en nuestra comarca, pasó aquellos últimos diez años; durante los cuales imperaron en su quehacer más los gestos diplomáticos ante el inglés que los propios que generan las armas. Consiguiendo un periodo de cierta tranquilidad, aprovechado por la nueva administración civil para mejor establecerse y organizarse. Todo lo contrario fue su gestión frente al enemigo del otro lado del Estrecho, que sin conocimiento de las artes de la guerra hacía sus incursiones en busca de botín de modo imprevisible y ocultas por el manto de la noche. Nada que ver con las actitudes caballerescas con las que se distinguían los soldados de los Ejércitos de las naciones abiertas a las nuevas ideas del pensamiento ilustrado pergeñado en la culta Europa.

A la proximidad de la plaza ocupada se unía la piratería que acechaba al Estrecho

Aquel destino en la zona que comenzaba a denominarse Campo de Gibraltar había llegado a su fin. Y el que sería su sustituto, el mariscal de campo Dn José Caraveo Grimaldi –sin duda–, había tenido para con él un gran detalle –arriba reseñado, pero aún no definido–, de franco reconocimiento. Dn Francisco de Paula Bucarelli, con su marcha, dejaba atrás muy pocos enfrentamientos con los representantes de los vecinos. La confusa normativa de aplicación en un territorio en estado de conflicto permanente, hacia factible que –además de con el inglés–, el enfrentamiento también se originara con el protestón corregidor o alcalde de turno, cuyas varas y códigos pugnaban contra los decretos y órdenes que revestían de superior cargo al órgano militar, por mucho que estos mantuvieran la costumbre de colocar sobre sus cabezas los documentos remitidos por la corona, al mismo tiempo que expresaban verbalmente: “Obediencia a carta o mandamiento del rey y señor natural nuestro”. Y fue precisamente tras tomar posesión de su alto cargo en la zona su sustituto el tinerfeño mariscal de campo Caraveo, cuando en el ejercicio de sus confusas competencias territoriales, quiso concederle a quién había sido su antecesor, Bucarelli y Ursúa, la propiedad de una casa-huerta que en un futuro se denominaría El Escribano, situada en el novísimo término municipal de Las Algeciras.

Sin duda aquel “regalo” no pasaría desapercibido para los miembros de los Consejos de la zona. En aquel asunto, el acto de autoridad, como si de un barco se tratara, navegaba por el proceloso mar de la legitimidad, donde podría encallar fácilmente en los escollos de la injusticia; aunque nunca en los bajos de la arbitrariedad –ya que el derecho puede ser considerado injusto pero nunca arbitrario–; e impulsado por el siempre fuerte viento de la ética o moral, que a la postre Lo mismo da, que da lo mismo. Y mientras contra los –a veces– insalvables Pirineos, chocaban rousseaunianos enciclopédicos principios; en este lado del muro montañoso e ideológico, imperaban otras superadas “formas” mantenidas o generadas por el llamado Antiguo Régimen. Lo cierto fue que con la generosa medida el cabildo algecireño vio mermada sus tierras de Propios. Ni tan siquiera se estableció en el regalo un canon anual a favor del Común con el que, al menos, disfrazar el acto de autoridad. Y bien que pudo cavilar el algecireño Consejo que: Al ser Las Algeciras tierras de realengo, quien realmente había realizado tal obsequio había sido en definitiva la corona. Concluyendo: el insular mariscal de campo Caraveo Grimaldi, posiblemente, había actuado “disparando con pólvora del Rey”, en este caso y por la g. de Dios, del Prudente don Fernando VI.

Ubicación de la casa-huerta El Escribano. Ubicación de la casa-huerta El Escribano.

Ubicación de la casa-huerta El Escribano.

Aquel acto no fue nada nuevo ni novedoso; tal fue así que con anterioridad y por el cabildo sanroqueño se había recogido y establecido tiempo atrás: “Anular todas las licencias de tierras de montes de Propios que hasta aquí se hubieren dado por dichos Comandantes y ordenó se abstengan de dar semejantes licencias”. La ambigüedad jurídica facilitaba el choque competencial, pues, por ejemplo en el procedimiento para otorgar licencias para asentamientos, el Consejo de la ciudad en el exilio procedía del modo siguiente, sobre la base del R. D. recibido en 1706: “Solicitud licencia para hacer molino de pan en el río de la Miel. Memorial dirigido al Consejo, quien lo remite al Regidor y Diputado de Campo para que pase al reconocimiento e informe –nuevamente– al Consejo de perjuicios a particular o Común y si es en tierra enajenada”. Exigiendo indique: “Si es vecino, forastero, vida y costumbres”. La forma de proceder no incluía la intervención militar.

En la elección del término de Las Algeciras para ubicar la casa-huerta objeto del regalo, quizá, pudo contar el gran apoyo del Consejo local, o parte de los miembros de dicha nueva institución civil, dado el fundamental y gran apoyo que Bucarelli había prestado a las pretensiones de independencia municipal, mostradas por los algecireños de nuevo cuño, consiguiendo del: “Consejo de su Majestad, Real Cédula de 9 de Febrero de 1755 concediendo a Algeciras el título de ciudad y autorizándola para tener Ayuntamiento propio compuesto de Alcalde Mayor, cuatro Regidores, un Procurador Síndico y dos Alguaciles, cuyos individuos serían nombrados por primera vez por el Comandante General del Campo”. Dejándose bien claro en el último párrafo la primacía del orden militar sobre el civil. Quizá hubiese sido más acertado otorgarle tal honor al Corregidor como representante del Rey. Sin duda, la permanente situación de guerra en la zona haría necesaria tal prerrogativa.

La propiedad obsequiada perdió su condición de terreno público y fue vendida

Sea como fuere, Bucarelli se marcho con su regalada propiedad bajo el brazo. Le esperaba su nuevo destino allende los mares en el río de la Plata, futura República Argentina. El canario José Caraveo Grimaldi apenas estuvo un año desempeñando la función de Comandante General del Campo. La corona creyó que sus servicios serían más oportunos si fuesen desempeñados en la norteña ciudad de Pamplona, para la cual fue nombrado Gobernador. Su puesto en el Campo fue ocupado por José San Yust, quien repetía en el empleo tras haberlo desempeñado once años antes. El mando militar de la zona, décadas más tarde, sería trasladado por el General Castaños hasta nuestra ciudad. Posteriormente en 1815, por R. O. de 9 de octubre, quedaba subordinado el Comandante General del Campo de Gibraltar al Capitán General de Andalucía. Más de un siglo después de estos hechos, concretamente el 21 de diciembre de 1877, le fue agregadas las funciones de persecución del fraude y el contrabando, asumiendo el Comandante General las competencias de los jefes de Hacienda en el territorio bajo su mando; para lo cual, se situaba organizativamente dentro también del Ministerio de Hacienda. Tres años después, un Real Decreto de 21 de septiembre de 1880 le atribuía también funciones de Orden Público y Vigilancia.

En cuanto a la propiedad regalada, tras perder su condición de terreno público y convertirse en propiedad privada, sería vendida posteriormente en 1776 al también algecireño Juan Montañez; este la enajenaría a Antonio Rosillo, de quien la heredó Antonio Ramírez. Siendo adquirida cuatro años más tarde, en 10 de septiembre de 1780, por quien fue su comprador el escribano público (de donde bien pudo tomar la denominación por la que sería conocida) Antonio Meléndez. El citado escribano propietario de la casa-huerta El Escribano, la legó a su hermano Diego, quedando retenida en poder del patrimonio familiar por casi ochenta años. En la década de los sesenta del siglo XIX fue vendida a Vicente Fernández del Rivero, quien tres años más tarde la enajenó en favor de Teresa Jumbo Castro, concretamente el 20 de enero de 1867. Siendo su último comprador en la citada centuria el también escribano Miguel Colety, quien ya contaba con otra propiedad al norte de la recién adquirida, estando ambas separadas por el arroyo de Marchenilla. En definitiva, se trata de una propiedad como otras de nuestro término cargada de una rica vida paralela al curso de los acontecimientos históricos ocurridos en nuestra comarca.

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